Tras la sombra de los Klat’ka 2: La heredera perdida

El pequeño John

A altas horas de la noche, cuando todos en la casa de Michael se disponían a descansar, surgió un problema.
¿Dónde dormiría Rose?

—Puedo dormir en el sofá de la sala —murmuró ella, muy tranquilamente.

—Jamás dejaría que una princesa Klat'ka duerma en un sofá. Hijo, dormirás aquí —exclamó Jack muy animado.

Parecía como si, de repente, todas sus dolencias se hubieran desvanecido.

—Está bien —soltó Michael, mientras traía mantas.

—No quiero generar problemas —dijo Rose, bajando la cabeza de vergüenza—. Me sentiría más cómoda aquí.

—Está bien, Rose no me molesta —respondió Michael con una sonrisa.

Se distrajo por un momento con la gran biblioteca, que yacía en la sala, llena de libros.

—Puedes tomar el que quieras —murmuró Jack, mientras se dirigía a su dormitorio —. Iré a descansar. Fueron muchas emociones para un viejo como yo. Hasta mañana, hijo, hasta mañana, princesa María.

Rose sonrió, tornando sus rizos de un hermoso color rosa.
—Hasta, mamá —dijeron tanto Rose, como Michael.

Michael guió a Rose a su dormitorio. El cual sintió como atípico.
Había una cama simple, tendida, pulcramente casi de forma obsesiva. El escritorio estaba perfectamente organizado, con todo simétricamente colocado. En la ventana, había cortinas sumamente oscuras y pesadas. Las cuales no dejaban que la luz ingresara. Y sobre ella, una planta, marchitándose, negándose a morir. Todo parecía increíblemente limpio.

—Parece un hospital —susurró Rose por lo bajo.

Michael simplemente la observó sin mediar palabras, yéndose del lugar, segundos después. Rose se sentó con cuidado en la cama, le transmitía una sensación de encierro, de opresión, de control y represión. Aun así, se recostó cansada.

Liraeth se hizo presente.
—Podemos aprender mucho de una persona, solo viendo en dónde habita —susurró, como viento suave.

—Sí—murmuró Rose, nerviosa.

—¿Cómo estás?

—En paz —susurró Rose, prestando atención al armario frente a ella.

Debajo de la ropa que estaba colgada en el perchero, había muchas cajas.
Pero una en especial llamó su atención, era de metal y parecía antigua. Rose la abrió. En ella, había un caballo de madera. Al tocarlo, hermosas imágenes de Michael y su mamá llegaron a su mente.

Un pequeño Michael se lo entregaba a su madre.
—Mira, Mami, hice eso para ti —decía, muy orgulloso.

—Es hermoso —murmuraba Clarisa sonriente, se veía demacrada, enferma—. Eres el niño más hermoso que he visto —exclamaba Clarisa, mientras, el pequeño Michael lanzaba una risa nerviosa.

Rose dejó el objeto con mucho cuidado en la caja nuevamente. Al seguir revisando, una foto tomó toda su atención. Era un joven Michael, junto a una hermosa jovencita. Estaban abrazados al lado de un árbol de cerezos en flor.
Sonrientes.

Pero al tocar la foto, una seguidilla de sensaciones llegaron y ninguna, era bonita. Sentía de soledad y vacío, junto con un apego obsesivo, haciendo que Rose la soltara instantáneamente.
Debajo de la foto había cartas de amor. Rachel se llamaba la chica.

“Rachel, desde que te conocí, no dejo de pensar en ti”, decía una, con una hermosa caligrafía.
“Te amo y quiero casarme contigo.”
Decía otra, pero al tocarlas, Rose no sentía cosas bonitas, sentía resignación, vacío, costumbre.

—No tiene sentido —murmuró ella, por lo bajo.

Liraeth se acercó, observando también la caja.
—Cuéntame, ¿qué sientes?

—Veo cartas hermosas, pero no siento amor al tocarlas —susurró Rose, mientras seguía leyendo.

—Los recuerdos guardan más de quien los crea que de quien los vive —susurró desapareciendo.

Momento en que Michael, ingresaba lentamente, observando que Rose, tocaba sus cosas.

—No toques mis cosas —exclamó nervioso, tomó las cartas de sus manos y las volvió a guardar en la caja.

—Lo siento. Tomaré un libro de la sala —murmuró apenada, saliendo del dormitorio.

Al ver la biblioteca, se sorprendió. Había muchísimos títulos que contrastan, con lo que veía de Michael y Jack. Estaban divididos en poemas, cuentos, leyendas, sus diarios y cuadernos de notas, libros de cocina y filosofía. Comenzó a repetir sus nombres en voz alta, casi susurrando; no quería hacer mucho ruido.

—“Cosas pequeñas para un alma cansada”.
“El lenguaje de las flores tristes”
“Dónde anidan los inviernos”
“Versos para los días buenos y los peores”
“El cuaderno azul de las despedidas”
“Relatos de las tierras escondidas”
“Historias que contaba la luna”
“Bestiario de seres que solo aman”
“Las cuatro hadas que custodian los sueños”
“Lo que dejé entre los sauces”
“Cartas a mi hijo que nunca leyó”
“Fragmentos de una vida sin testigos”
“Sabores de una casa que ya no existe”—

Se detuvo en uno, en especial, un cuaderno de recetas—. “Las recetas de mamá Clarisa” —al tocarlo, Rose pudo ver en su mente a Michael, ayudando a su mamá a cocinar. El aroma delicioso a comida casera, las ventanas empañadas y el atardecer en la ventana. Podía sentir la energía del lugar, y le recordaba a John y a Claire, su familia de corazón.

Continuó su lectura
—. “Platos para días de lluvia”.
“Cómo abrazar el mundo aunque duela”.
“Guía para no olvidar quién fuiste”.
“Pequeños actos de ternura”.
“El arte de marcharse sin hacer ruido”.

Deteniéndose en el último, a lo alto de la biblioteca. Estaba cargado de dolor, angustia y tristeza. Lo tomó. Leyó su título

—“Cuando el río vuelve al mar” —una extraña sensación, junto a un escalofrío, recorrió la espalda de Rose. Al abrirlo, una nota escrita en cursiva con una hermosa letra—. “Para cuando el miedo sea más fuerte que la memoria, Mamá” —al tocarlo, Rose pudo verla. Clarisa, muy enferma, escribió ese recordatorio para Michael.
Podía sentir su dolor. No solo físico, sino también emocional. Le pesaba dejarlo solo a él y a Jack. Las lágrimas de ella corrían por su rostro.




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