Tras la sombra de los Klat’ka

Sombras Del Pasado

La carretera se extendía como una lengua de cenizas bajo un cielo sin estrellas. Rose estaba sentada en el asiento trasero de un auto antiguo, los cristales empañados y el olor a cuero viejo impregnando el aire. El conductor era apenas una silueta. Nadie hablaba. Solo se oía el sonido de las ruedas sobre la carretera lúgubre.

Giró la cabeza hacia atrás, y allí estaba. Una figura femenina, de pie en medio de la nada. Vestía de blanco, su cabello ondeaba con una brisa que ella no sentía. No podía distinguir su rostro, pero algo en su interior se revolvía con una mezcla de angustia y nostalgia. Esa mujer… había algo en ella que le dolía sin saber por qué.

Rose intentó hablar, llamarla, pero su voz se quedó atrapada en su garganta. La figura se desvaneció en una niebla espesa y helada.

Y entonces, despertó.

Su cuerpo se incorporó bruscamente en la cama. La habitación estaba a oscuras, iluminada solo por las luces rojas del panel de seguridad junto a la puerta blindada. Afuera, los pasos de los guardias resonaban con eco en el pasillo de piedra y metal. Aquello no era un hogar, era una celda disfrazada.

Antes de que pudiera calmar su respiración agitada, una pequeña figura saltó sobre la cama.
Ashley.
Su hija, una niña de cabellos dorados y mirada brillante, que era lo único capaz de arrancarle una sonrisa.

—¿Otra vez tuviste miedo, mami? —preguntó Ashley, acurrucándose a su lado.

Rose pasó una mano por el cabello de la niña y esbozó una sonrisa cansada.
—No es nada, cielo… solo fue un mal sueño.

La puerta se abrió con un leve zumbido y una figura masculina entró. Alto, de rostro severo, pero con una suavidad en la mirada que reservaba solo para ellas. Chris.

—¿Otra vez? —preguntó, cruzando los brazos y apoyándose en el marco de la puerta—. Te escuché desde el pasillo.

Rose suspiró y asintió.
—Es el mismo… la carretera, la mujer…
Chris se acercó, dejando la frialdad de soldado afuera. Se sentó al borde de la cama, tomando la mano de Rose.

—Te dije que no estás sola en este lugar, ¿verdad? —sus ojos se encontraron con los de ella—. Aunque este sitio sea una maldita prisión, nos tienes a Ashley y a mí.

La pequeña asintió con entusiasmo.
—Siempre.

Por un instante, el frío de los muros de aquel castillo opresivo se disipó. Rose los miró a ambos, sin comprender del todo por qué esa calidez le resultaba tan vital, tan conocida. Había algo en ellos que calmaba un hueco en su pecho.

—Gracias —murmuró.

Los pasos de los guardias continuaban su ronda. La organización aguardaba, pero por ahora, en esa habitación, solo existían ellos tres.

El momento de calma terminó cuando un golpe seco resonó en la puerta. Un guardia uniformado asomó la cabeza.
—Chris. Te reclaman en la sala de operaciones. Ya.

Chris se puso de pie de inmediato. Antes de salir, se inclinó hacia Ashley.
—Pórtate bien, peque.

La niña asintió, haciendo un puchero al ver que se iba. Enseguida, otra mujer entró por la puerta lateral. De rostro curtido y expresión amable, la nana de Ashley, Nora. Vestía un uniforme gris claro que contrastaba con su calidez natural.
—Hora de irnos, preciosa —dijo dulcemente, tendiéndole la mano.

Ashley dudó, abrazó rápido a Rose y salió de la habitación, tomada de la mano de Nora. Rose se quedó un momento sola, respirando hondo, antes de caminar hacia el armario metálico donde estaba su uniforme: chaqueta negra, pantalones ajustados, botas tácticas y un brazalete con el emblema de la organización.
El mismo maldito símbolo de siempre.
Se lo colocó sin mirar demasiado y salió.

Los pasillos eran amplios, fríos, y con un eco metálico en cada paso. Dos guardias escoltaban su marcha hasta que las puertas automáticas se abrieron ante ella, revelando la sala de operaciones.

La sala parecía un organismo vivo. Pantallas titilaban y datos desbordaban los monitores. A su llegada, las miradas seguían puestas en los informes, como si ella no existiera.
Rose avanzó con pasos firmes, haciendo eco en el enorme salón subterráneo. En el centro, una larga mesa de acero negro esperaba. Siete sillas ocupadas. Solo una vacía.
Maskedman, de pie junto a un panel táctil, miraba la pantalla central. Chris jugueteaba con un encendedor sin encenderlo, su mirada perdida.

Cuando Rose entró, el aire pareció tensarse apenas, como una cuerda a punto de romperse.
—Ya era hora —dijo Chris, forzando una sonrisa cansada.

Ella le sostuvo la mirada, sin humor.
Los cinco veteranos del equipo. Ilan, Dante, Ragnar, Leo y Mikhail, se limitaron a asentir en su dirección. Eran tipos curtidos, de rostros marcados por cicatrices y ojos viejos, de esos que habían visto demasiado.

Maskedman deslizó los dedos sobre la mesa. Una imagen se proyectó: un mapa satelital, coordenadas, zona boscosa.

—Misión prioritaria. Desapariciones en el perímetro de una instalación abandonada. Hace veinte años cerrada oficialmente… —se detuvo un segundo— Laboratorio Eidon-7.
Un parpadeo incómodo entre los presentes.
—¿Ese maldito lugar sigue en pie? —murmuró Mikhail. Nadie respondió.

La imagen cambió. Unas fotos borrosas, figuras sin forma definible, sombras de ojos brillantes en mitad de la niebla.
—Ilan, informe técnico.

Ilan ajustó su medallón y avanzó un paso.
—Entidad de clase Sombrante. Se alimenta de energía residual emocional. Territorio de alta carga: miedo, trauma… opera en zonas contaminadas emocionalmente. Se manifestó hace 48 horas.

Chris apretó la mandíbula.
Rose miró las imágenes. Algo en su pecho dolió sin razón. No sabía por qué.

Su voz fue firme.
—¿Cuál es la orden?

Maskedman la miró largo.
—Contención. Eliminación solo si es necesario. Y… —una leve pausa— no se alejen del perímetro.

Una orden que nunca antes se había dado
Chris dejó el encendedor sobre la mesa.
—No quiero separaciones. Vamos todos juntos.




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