El zumbido de la alarma perforó el silencio de la habitación como un disparo. Rose abrió los ojos de golpe, jadeando, su respiración agitada como si hubiese corrido kilómetros en una pesadilla de la que no recordaba nada. La luz tenue de la lámpara parpadeaba, lanzando destellos anaranjados sobre las paredes desnudas.
Por costumbre, su mano buscó el comunicador junto a la cama. Un mensaje titilaba: "Orden inmediata. Centro de control."
Debía moverse; sabía que debía hacerlo. Pero algo la detuvo.
Se quedó sentada al borde de la cama, con los pies descalzos sobre el suelo frío. Sus dedos tocaron, de forma automática, la delgada línea de su cuello, donde la vieja cicatriz se asomaba bajo la tela. Levantó la mirada hacia el espejo que colgaba junto a la puerta.
Lo que vio la detuvo.
El rostro que la observaba desde el otro lado tenía algo distinto: pómulos marcados, piel más pálida de lo habitual, y ojeras profundas bajo unos ojos color plata, que ahora parecían aún más extraños en medio de aquella expresión perdida. Pero lo que realmente la perturbó fue la mirada.
Había en ella un brillo cansado y una furia contenida que casi parecían querer escapar de sus pupilas, una mezcla de resignación y rabia, como si la persona en ese reflejo ya no fuera del todo ella.
Su cola se movió, lenta, asomándose desde su espalda como una serpiente perezosa. La sostuvo con una mano, notando el calor pulsante que desprendía.
"¿Qué soy... ahora?" pensó. No buscaba respuesta, porque ninguna sería suficiente.
Respiró hondo. Apretó los dientes.
Tenía que levantarse. Tenía que seguir. Porque así funcionaba ese lugar. Porque no había opción.
Sin embargo, antes de hacerlo, se permitió unos segundos más para memorizar aquel rostro desconocido en el espejo; como si presintiera que, de algún modo, lo perdería muy pronto.
El pasillo parecía más largo de lo habitual. Cada paso resonaba en el suelo metálico, un eco seco que se perdía entre las luces frías del corredor. Rose avanzaba con el rostro neutro, aunque dentro de su pecho el corazón golpeaba con fuerza, como si supiera que algo no encajaba.
Al llegar a la sala de control, las enormes puertas se deslizaron pesadamente. Varios agentes se reunían frente a monitores que proyectaban coordenadas y mapas en constante movimiento. Voces tensas intercambiaban información, órdenes rápidas y nombres de escuadrones. Era un ambiente que ella conocía de memoria, pero hoy algo era distinto.
Sus ojos buscaron, como un reflejo, aquella figura familiar.
Y ahí estaba Maskedman, con su postura rígida junto a la consola principal, analizando los informes. Como siempre, su rostro estaba cubierto bajo aquella máscara opaca, pero incluso a través de ella, Rose sentía esa vibra helada, ese cansancio contenido.
Al fondo del lugar detrás de un gran ventanal, estaba el Incógnito.
Siempre al fondo, como una sombra. Aunque su rostro jamás se dejaba ver, cada vez que su presencia se manifestaba, a Rose se le tensaban los músculos de la nuca.
No entendía por qué, pero cada vez que sus ojos rozaban ese rincón del salón, una imagen se le aparecía: un muro de ladrillos antiguos, altos y opresivos... como una muralla erigida para ocultar algo tras ella.
Sacudió la cabeza, incómoda.
Luego vio a Leo.
Su compañero de escuadrón de años, de cabellos oscuros y expresión inquieta, la saludó con un gesto ligero. Pero Rose, sin saber por qué, sintió una bruma espesa alrededor de él, como si el miedo lo envolviera; un aura densa. Y, sin embargo, en medio de esa niebla oscura, percibió una chispa diminuta, una brasa de esperanza que se negaba a extinguirse. Finalmente, sus ojos encontraron a Mikhail.
Carismático pero serio, un tipo que sabía disfrazar lo que era, pero esta vez, cuando Rose intentó enfocar su percepción en él, su mente la traicionó. Por un instante, vio la imagen de un lobo cubierto con piel de oveja, acechando paciente entre su rebaño.
Iba a profundizar en esa sensación, pero una orden cortante interrumpió su pensamiento.
—Unidad Alpha, en formación. Partimos en 10 —habló Maskedman.
Rose tragó saliva. Sintió una vibración extraña en la palma de su mano, como una advertencia instintiva. Sabía que algo andaba mal, que esta misión no era una simple operación.
Y entonces, el protocolo la arrastró de nuevo.
Se colocó en posición, lista. Aunque una parte de ella deseó, solo por un instante, no regresar.
Mientras los agentes se organizaban y las órdenes se confirmaban en los monitores, Maskedman se apartó unos pasos hacia el lateral del salón, fingiendo revisar datos en una tableta.
No era un movimiento casual. Sabía que el Incógnito lo seguiría.
Y no tardó.
La figura encapuchada se deslizó hasta situarse junto a él, como un espectro indeseado.
—Curiosa elección de destino esta vez —musitó Maskedman, sin levantar la vista de la pantalla—. Un pueblo olvidado, sin relevancia militar y en plena noche. Muy... oportuno.
El Incógnito esbozó una sonrisa que no se veía, pero se percibía en su voz.
—Si logramos recuperar uno de esos objetos, será un paso enorme en nuestra investigación. Imagina el armamento o la tecnología que seremos capaces de crear. Aunque... resulta interesante que siempre estés tan preocupado por los detalles, Maskedman.
El silencio entre ambos se tensó como una cuerda a punto de romperse. Durante años habían mantenido esa dinámica: una cordialidad áspera, cubierta por frases medidas y gestos profesionales; pero, en el fondo, ambos sabían que uno deseaba ver arder al otro.
Maskedman deslizó su mirada hacia el Incógnito, con lentitud.
—Solo vigilo que ningún fanático se desvíe de su deber. Porque... las vendettas personales terminan costando vidas.
La frase flotó en el aire, pesada: una advertencia o quizás, un desafío.
El Incógnito soltó una breve risa baja.
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Editado: 29.05.2025