Tras la sombra de los Klat’ka

Bienvenidos a Nivaria

El viento cálido les recibió al cruzar los límites de aquel umbral tallado en piedra antigua, cargada de símbolos que Chris no alcanzó a descifrar. La luz parecía distinta allí, como si no viniera de un solo sol, sino de todos los soles que alguna vez alumbraron la historia.

Chris sostenía a Rose contra su pecho, su respiración pesada y su fractura mal curada, visible en su expresión adormilada. No sabía que esperar de ese lugar, pero no imaginó lo que vió.

Frente a ellos se extendía una explanada viva, palpitante de humanidad y tierra. Hombres y mujeres, de edades y aspectos distintos, se movían en absoluta armonía. Algunos cuidaban pequeños brotes que asomaban en huertos dispuestos en círculos concéntricos, mientras otros guiaban enjambres de abejas doradas a través de campos de flores medicinales. Un niño corría tras un anciano de piel cobriza que le enseñaba a sentir el viento para predecir la lluvia.

Todo tenía un propósito, una razón de ser.

No eran esclavos, ni soldados. Nadie gritaba órdenes. Nadie imponía nada. Solo maestros y aprendices, compartiendo desde la experiencia. Chris alcanzó a ver a una mujer de cabello trenzado que enseñaba a otros a trazar símbolos en la tierra húmeda, explicando algo sobre las raíces que crecían mejor cuando se hablaba al suelo.

Al percibirlos y estar un momentos quietos, como si tratarán de comprender lo que veían. Varios se acercaron sin temor, ni juicio. Un hombre de túnica clara, con la serenidad de quien ha visto muchas vidas, fue el primero en llegar.

—Tráiganla —dijo con voz templada—. Ha sufrido. Que nadie la toque sin antes limpiar sus manos y corazón.

Y entonces, como si una ley invisible lo rigiera todo, otros corrieron a buscar agua limpia y telas. Nadie preguntó quiénes eran, de dónde venían, ni qué traían consigo. Solo actuaron, movidos por algo antiguo y sagrado: el servicio.

Chris, agotado, dejó que se la llevaran. Por un instante sintió una punzada de desconfianza, pero al ver los rostros de aquellas personas —tan ajenos a la crueldad, tan cercanos a la compasión— se permitió respirar.

—Bienvenidos a Nivaria. Le dijeron varios de sus habitantes.

—Acompáñanos mientras ella es llevada al templo de sanación.
Continuaron otros mientras cargaban a Rose la cual para ese momento estaba inconsciente. Tal vez por el dolor o quizás el cansancio,el asintió y los siguió.

Rose fue cargada por los aldeanos hasta uno de los templos más grandes. Éste, envuelto en una atmósfera de calma que parecía irradiante. El aire olía a una mezcla de hierbas frescas, inciensos y flores. Un círculo de sanadoras y aprendices se había formado alrededor de Rose, sus cuerpos alineados con la energía del lugar, como si la tierra misma les guiara. Todas llevaban túnicas sencillas, en tonos suaves, y sus ojos estaban cerrados en concentración. La energía en el ambiente era palpable, vibrante. Como si el aire estuviera lleno de sutiles cantos ancestrales.

Al centro, Rose yacía sobre un tapiz tejido con hilos dorados, su pierna rota extendida ante ellos. El dolor se había disipado parcialmente, pero la fractura debía sanar correctamente para evitar que los tejidos cicatrizaran de forma incorrecta.

El primer grupo de sanadoras, las más experimentadas, comenzaron a entonar cánticos armónicos. Sus voces se elevaban y descendían en un patrón sinfónico, como si los sonidos se fundieran con el aire mismo. Algunas vocalizaban en tonos bajos, otras en agudos, pero todas mantenían una frecuencia que parecía atravesar el cuerpo de Rose, alcanzando su centro. Era una vibración profunda, poderosa, casi como un latido de corazón colectivo, resonando en cada rincón de su ser.

Cerca de ellas, tres sacerdotes varones se encargaban de los cuencos de cristal. Sus manos movían los instrumentos con un ritual preciso, haciendo que las frecuencias de los cuencos se alinearan perfectamente con las voces. Cada cuenco emitía un tono distinto, desde los graves hasta los agudos. Generaban una armonía que limpiaba el aire y la energía que rodeaba a Rose. Purificando todo a su paso.

En el espacio entre las sanadoras, una aprendiz de botánica, con una guirnalda de hierbas sobre la cabeza, agitaba suavemente un manojo de salvia quemada. La fragancia envolvía a todos los presentes. Las brasas iluminaban tenuemente el lugar. El humo parecía danzar en el aire, disipando cualquier energía densa o negativa. Cada inhalación parecía llenar a los sanadores con mayor claridad, mientras la conexión con la esencia misma de la sanación se fortalecía.

Mientras tanto, los sanadores físicos trabajaban con precisión y paciencia. Dos de ellos, con manos firmes pero suaves, colocaban su presión sobre la pierna de Rose, alineando los huesos rotos con una destreza que parecía no provenir únicamente de la técnica, sino también de una conexión profunda con el cuerpo y sus energías. A medida que la pierna se alineaba, los cánticos de las sanadoras se intensificaban. Como si cada sonido ayudara a restaurar la integridad de la fractura.

Rose, inconsciente, no pudo evitar que su cola emergiera, deslizando un destello escarlata entre las ropas y la piel. Por un momento, esta pareció desorientada, como si estuviera analizando el ambiente que la rodeaba. Reconociendo que no estaba en peligro, pero sintiendo la extraña energía de este nuevo lugar. Se movía lentamente, casi cautelosa. Como un animal que explorara un terreno desconocido, pero familiar al mismo tiempo.

El apéndice comenzó a girar, como si pudiera mirar a los presentes, evaluando sus movimientos con curiosidad. Era una reacción casi instintiva, como si tratara de entender el propósito de cada uno de ellos. Por un instante, los sanadores se detuvieron, sorprendidos por la presencia visible de ésta . Algunos retrocedieron ligeramente, pero rápidamente se recuperaron, con la mirada llena de respeto y fascinación. Nadie pareció alarmado. Esta era una energía poderosa, aunque diferente, y todos lo sabían.




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