Tras la Tormenta

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La tormenta no había dado tregua en toda la tarde, y ahora, con la noche cayendo como una manta helada sobre la carretera desierta, me preguntaba si aceptar aquel trabajo tan de prisa había sido mi idea más irresponsable

MEREDITH

La tormenta no había dado tregua en toda la tarde, y ahora, con la noche cayendo como una manta helada sobre la carretera desierta, me preguntaba si aceptar aquel trabajo tan de prisa había sido mi idea más irresponsable. O tal vez no. Tal vez mi idea más irresponsable había sido creerme todopoderosa y capaz de recorrer más de quinientos kilómetros en menos de seis horas en mi carro viejo antes de que me atrapara la lluvia.

A mis veinticinco años, podía lidiar con clientes exigentes, reformas de última hora y proveedores que creían más en los milagros que en los plazos. Pero esto… Esto era otra liga. Esto era el caos convertido en diluvio.

El parabrisas apenas podía con la lluvia. Las gotas golpeaban con fuerza, deformando el paisaje tras el cristal y volviendo la visibilidad casi nula. Había bajado la música hacía rato, como si el silencio me ayudara a concentrarme, pero lo único que sentía era el miedo instalándose en la base del cuello. La calefacción llevaba una hora y media intentando abandonarme, mientras yo recitaba un montón de plegarias para que el coche me permitiera llegar hasta Stowe y, entonces sí, podría averiarse si quería. Solo necesitaba llegar. Tan solo cuarenta minutos más y esta carcacha sería libre de morir si le daba la gana.

Insistí en hacer el viaje antes del fin de semana, pese a las advertencias meteorológicas. ¿La razón? Un correo electrónico de una pareja de recién casados y una sola foto adjunta junto con una propuesta laboral bastante generosa. La casa era antigua, con vigas expuestas, muros de piedra y un ventanal enorme orientado a las montañas. Postales como esas me mataban. Fue amor a primera vista. O algo parecido. Me enamoré de la idea de decorarla, de devolverle vida, de darle alma.

Y por eso estaba aquí, sola, en una carretera perdida, bajo una tormenta que habría hecho huir a cualquiera con un poco de sentido común. Yo, al parecer, había salido sin el mío.

Mis manos estaban frías y se aferraban al volante mientras el coche avanzaba a paso de tortuga. Entonces lo sentí: un zumbido sordo, casi imperceptible al principio, que subió como un escalofrío por el volante. El motor emitió un sonido irregular, una especie de tos metálica, y después... silencio. Las luces del salpicadero parpadearon como si pestañearan por última vez, y un segundo después, todo se apagó en un suspiro largo y triste. Como si el coche decidiera rendirse ahí mismo, justo como yo lo habría hecho si pudiera.

Me quedé quieta, con los dedos aún aferrados al volante, escuchando el golpeteo insistente de la lluvia sobre el techo. Era como si el universo me recordara que estaba sola, atrapada y completamente a la deriva.

—No. No, no, no… —susurré, girando la llave de encendido otra vez.

Nada. Ni un ronquido. Ni un respiro.

Era oficial: el coche había muerto. Y, con él, mi plan, mi dignidad y probablemente mis posibilidades de no morir de hipotermia en una carretera poco transitada de Vermont a principios de diciembre. ¡Dios, les arruinaría las navidades para siempre a mamá y papá!

—Genial —murmuré, golpeando el volante con la palma.

Miré a mi alrededor: pura negrura. Lluvia. Y nada más. Ni una estación, ni un letrero, ni una casa.

Bueno, no del todo.

La casa que había dejado atrás minutos antes vino a mi memoria. La recordaba porque era la única que había visto en kilómetros y por lo fea que era; incluso pensé que las demás casas cercanas se habían alejado de ella para no estar cerca de la casa fea, ¡qué idiotez! En fin, la casa tenía luces encendidas y un coche aparcado al frente. La fachada era oscura, de madera vieja, casi sacada de una película de terror y en ese momento no me había dado buena espina. Pero ahora mismo, hasta la mansión Bates sonaba acogedora.

Suspiré y me incliné hacia el asiento del copiloto. Dudé unos segundos antes de tomar mis zapatos. Eran caros, de esos que compras más por orgullo que por gusto. No eran mi estilo, pero ese día me había puesto todo el atuendo para impresionar a mis potenciales clientes: traje de chaqueta beige, entallado, elegante… y absolutamente incómodo. Algo que decía “profesional” sin dejarme respirar y que ahora estaba empapado en sudor y humedad. Desde luego, nada en mi conjunto era apropiado para quedarme varada en la nada y tener que correr por mi vida bajo una tormenta infernal y un frío espantoso.

Gruñendo, guardé los zapatos en el bolso, tomé mi teléfono —muerto desde hacía un par de horas— y mi computadora del asiento trasero. Mi auto era una carcacha, pero esa laptop era mi bien más preciado. Contenía todo mi trabajo y me había costado el sueldo de mes y medio. Ni loca la dejaría allí. Rebusqué entre los asientos hasta encontrar las bolsas de basura que siempre guardaba por ahí, y metí todas mis pertenencias dentro. Tragué saliva y salí del coche.




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