Tras la Tormenta

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MEREDITH

El olor a café tostado fue lo primero que noté. Café de verdad. No esa cosa instantánea que parece haber sido filtrada a través de calcetines viejos. Abrí los ojos y me quedé un momento bajo las mantas, escuchando. Afuera, la tormenta seguía golpeando las ventanas como si intentara entrar por la fuerza, pero dentro de la habitación todo estaba en pausa. Cálido.

Me estiré despacio, y tanteé a un lado de la cama hasta encontrar mi teléfono. La noche anterior lo había conectado a cargar y moría de ganas por un contacto con la vida exterior. Para mi sorpresa, continuaba vivo, agradecía por ello a la funda a prueba de agua que compré en oferta (y que creí una estupidez innecesaria) y a todas las medidas de seguridad que había tomado la noche anterior (la funda de basura y las plegarias).

Tardó un poco, pero encendió. Solo que no había señal. Ni una barra. Probé acercándome a la ventana, girándolo como si eso fuera a ayudar. Nada.

—Genial —murmuré, dejando caer la cabeza contra el respaldo de la cama.

Aún así, escribí un mensaje para mis clientes explicando la situación. Quizá saldría cuando regresara la recepción. Y tal vez, con algo de suerte, eso pasaría pronto.

Antes de salir de la habitación, me di una ducha rápida. El agua caliente me ayudó a sentir que seguía siendo una persona funcional. Me puse de nuevo el albornoz gigante que parecía tragarse mi cuerpo entero y crucé el pasillo en silencio, con el cabello húmedo cayéndome en los hombros y los pies descalzos sobre la madera.

Adam estaba en la cocina, de espaldas, removiendo algo en una sartén. Otra escena surrealista para mi lista: yo, en bata, en la casa de un extraño, oliendo café recién hecho en medio de una tormenta. Estaba segura de que así habían empezado un par de películas de terror.

—Buenos días —dije, apenas reconociendo mi propia voz, todavía tomada por el sueño.

Él giró la cabeza apenas.

—Buenos días. ¿Dormiste bien?

—Sorprendentemente sí. Gracias.

Ese fue todo el intercambio. Breve, funcional. Pero extrañamente cómodo. Me quedé en la entrada de la cocina unos segundos, observando el lugar con la atención que no pude dedicarle la noche anterior. Utensilios bien acomodados, una cafetera vieja, una radio vieja al borde de la ventana. Nada de desorden. Pero tampoco esa frialdad de los lugares pensados para aparentar. Había algo auténtico en esa cocina.

—Huele muy bien —dije mientras me acercaba.

—Son solo tostadas. Pero están calientes —respondió, pasándome una sin más.

Le di un mordisco. Estaba crujiente, ligeramente salada, perfecta.

—No es muy Paris Hilton de tu parte cocinar —me burlé, intentando aligerar el ambiente. No estaba muy acostumbrada a desayunar con extraños en medio de la nada.

Adam se encogió de hombros sin mirarme, pero podía apostar que estaba sonriendo.

—Tranquila, solo cocino lo suficiente para no morirme de hambre.

Sonreí un poco. Me senté en una de las sillas cercanas y dejé que el calor de la cocina hiciera lo suyo.

—¿Hay alguna novedad sobre la tormenta?

Él negó con la cabeza.

—Nada bueno. Hablan de una posible nevada fuerte. Tal vez quedemos atrapados otro día.

Suspiré, dejando que mi frente cayera contra mi mano.

—Intenté revisar el teléfono. Por suerte sobrevivió al chaparrón, pero no hay ni una barra de señal. Quiero avisar a mis clientes que no llegaré a tiempo.

—Imaginarán lo que ha pasado —dijo, llevándose la taza a los labios—. No eres la única atrapada por la tormenta. Seguro entienden.

—Lo sé, pero no me gusta dejar cosas a medias. Ni parecer poco profesional.

Me miró, como evaluando si eso era una excusa o una verdadera declaración de principios.

—Te sorprendería lo mucho que se sobrevive sin dar explicaciones.

Lo miré de reojo. Esa frase tenía más trasfondo de lo que parecía. Pero no era el momento de averiguarlo. Bebí un poco de café. Estaba fuerte. Bien preparado. Este hombre era un misterio andante, pero al menos sabía cómo hacer un desayuno decente.

—Y, por cierto, gracias por esto —dije, señalando el albornoz con una mano—, pero no sé cuánto tiempo más podré andar con esta bata sin parecer una sectaria.

Él alzó una ceja, divertido.

—Puedo prestarte algo. No es gran cosa, pero mejor que seguir flotando con esa cosa blanca.

—Lo que sea estará mejor que esto, estoy segura.

El desayuno fue sencillo: pan tostado, té negro fuerte y unas frutas. Para mí, fue un manjar. No había cenado la noche anterior, y mi estómago lo agradeció en cada bocado.




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