Tras la Tormenta

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ADAM

No sabía exactamente en qué momento Meredith se había apoderado de la casa, pero ahí estaba. Envuelta en una manta, con el cabello despeinado, los pies descalzos sobre mi sofá y esa expresión de energía inagotable que me ponía ligeramente nervioso.

—¿Y si vemos qué hay en la caja de películas? —dijo de pronto, como si acabara de tener una revelación trascendental.

Yo la miré desde el sillón, sin mucho entusiasmo.

—¿No te cansas? —pregunté, a medias en serio—. Es como si funcionaras con energía solar. O café. O caos.

—Un poco de todo, gracias —respondió, ya arrastrando la caja hacia ella y comenzando a destaparla, como si no necesitara mi aprobación para seguir con su plan.

La tapa cayó al suelo con un golpe seco y la montaña de VHS quedó al descubierto. Al parecer, la tormenta había venido acompañada de una cápsula del tiempo.

—Vamos, no puede ser que tengas esto aquí y no te dé curiosidad —siguió, sacando cintas como una arqueóloga en plena excavación.

—Curiosidad no es la palabra. Miedo, quizá. Las últimas veces que busqué en el sótano encontré desde periódicos de los noventa hasta una figura de Santa Claus sin cabeza.

—Qué suerte la tuya —dijo con una sonrisa mientras comenzaba a sacar las carátulas de cartón, todas gruesas, medio descoloridas y con etiquetas medio arrancadas—. ¡Mira esto! Esto es oro.

Me agaché a su lado, aún no decidía si resignado, intrigado o cansado.

—¿En serio te emociona este montón de carcacha?

—Sí. Y mañana deberíamos buscar un espacio aquí en el salón para colocarlas. Con el tono vintage de la casa, quedará genial. Podrías tener una videoteca retro. Podría ser… encantadora.

—No sabía que entre tus múltiples talentos estaba el de encontrarle encanto a lo inutilizable.

—No es inutilizable si tiene alma —respondió, revolviendo entre las cintas como si estuviera buscando un tesoro.

La caja era profunda, llena de títulos escritos a mano, otros con etiquetas medio desprendidas. Cuatro bodas y un funeral, Notting Hill, Tienes un e-mail, Sabrina, El diario de Bridget Jones… Todas viejas comedias románticas, muchas de los noventa.

—¡Oh! ¡Practical Magic!

La sostuvo en alto como si acabara de descubrir una reliquia valiosa, yo casi sonreí ante la imagen.

—Esa es la de las brujas, ¿no?

—¡Sí! —repitió con devoción—. Y el tequila. Y la maldición.Y el tipo asesinado que vuelve en forma de espíritu vengativo. Es perfecta.

—¿Y esa es tu idea de una noche tranquila? Suena a combinación de película de terror y resaca emocional.

—Exacto. ¿La ponemos?

Por alguna razón que aún no entiendo, accedí. Tal vez porque su entusiasmo era contagioso. Tal vez porque, después de un día entero compartiendo espacio con ella, se me estaba haciendo más fácil decir que sí que discutir.

Mientras ella buscaba una manta extra y preparaba las palomitas, yo me encargué del televisor. El VHS funcionaba, para mi sorpresa, aunque sólo después de soplar dos veces y darle un pequeño golpe lateral.

Nos sentamos uno junto al otro, con la distancia prudente del cuenco de palomitas entre nosotros, pero unidos por la extraña familiaridad que da la repetición. Era nuestra segunda noche. Nada demasiado íntimo, pero tampoco distante. Un terreno medio, cómodo. Aunque la noche anterior nos habíamos limitado a compartir una bebida caliente y a asegurarnos de que el otro no era un asesino peligroso.

—Dime que no quieres vivir en una casa como esa —susurró ella, cuando apareció la casa de las hermanas Owens.

—Parece poco funcional —dije, más por llevarle la contraria que por convicción.

Ella me miró con ese gesto que ya reconocía: mezcla de incredulidad y fingida decepción.

—No tienes alma.

—Es lo que dicen.

Durante la película, no dejó de hacer comentarios. Se indignaba, suspiraba, reía, me daba empujones con el hombro cada vez que soltaba alguna crítica. Yo, por mi parte, decidí callarme. O casi. Solo para escucharla reaccionar.

En algún momento, nuestros brazos se rozaron. Nada escandaloso. Ningún momento cinematográfico. Solo... contacto humano. Leve. Pero ahí estaba.

Y no me moví.

Ni ella.

La tormenta seguía afuera, golpeando los ventanales con insistencia. Dentro, solo había una película vieja, una manta compartida y el murmullo de dos personas que todavía no sabían si querían ser compañía o simplemente dejarse llevar por el tedio.

Y aunque no me gustaran las comedias románticas. Aunque el drama místico de brujas que preparan margaritas no estuviera en mi lista de preferencias, pensé —mientras ella reía en voz baja— que había cosas mucho peores que compartir una cinta antigua con alguien inesperadamente fácil de tener cerca.

Cerré los ojos solo un segundo y me contuve para no dejar escapar un bostezo. Estaba agotado.

No ese tipo de cansancio que se soluciona con una siesta o una taza de café, sino un agotamiento más denso, acumulado en los músculos, en la espalda, en el centro del pecho. El tipo de agotamiento que llega cuando has pasado demasiado tiempo fingiendo que no sientes nada, haciendo cosas que no quieres hacer, compartiendo espacio con alguien que no puedes ignorar.

Cuando los abrí otra vez, Meredith dormía contra mi pecho.

Tardé un momento en procesarlo. No porque fuera impactante, sino porque... bueno, lo era. Su cabeza estaba apoyada en mi hombro, su brazo rozaba el mío, una pierna —ligera, pero inconfundible— descansaba sobre la mía. Como si perteneciéramos a esa posición. Como si esa escena hubiera sido ensayada.




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