Tras la Tormenta

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—¡Tenemos señal! —gritó Meredith desde el comedor.

Me giré desde el salón, donde estaba revisando una caja de libros que habíamos dejado a medias el día anterior, y la vi con el teléfono en alto como si hubiera encontrado oro.

—¿De verdad? —pregunté, caminando hacia ella con media sonrisa.

Asintió como quien acaba de desbloquear un nivel secreto del universo.

—Barras completas, señor escéptico. El mundo ha vuelto.

Me pregunté si eso era una buena noticia. Pero asentí como si lo fuera y le dediqué la mejor sonrisa falsa con la que contaba.

—¡Qué mal! Yo ya me veía cultivando patatas y hablando con ardillas —bromeé.

—Entonces has sido salvado justo a tiempo —murmuró, sentándose en el comedor con las piernas cruzadas. Sus pulgares comenzaron a volar por la pantalla, ya absorta en sus mensajes—. Dame dos minutos y confirmo cuántas civilizaciones han colapsado.

No hizo falta acercarse para intuir a quiénes escribía. Sus padres, seguro. Clientes. El mundo que había dejado en pausa al caer la nieve.

Me mantuve a distancia, escuchando sin escuchar. No necesitaba invadir su espacio. Aunque, siendo honesto, una parte de mí quería hacerlo. Saber con quién hablaba. Qué tanto contaba. Si decía mi nombre. Me froté la nuca, carraspeé sin necesidad real. Luego caminé hacia la cocina.

Mientras me preparaba una taza de té, aproveché para hacer una llamada. El auto de Meredith seguía varado en la carretera y el clima no iba a perdonarlo mucho más. Contacté al mecánico local, le di la ubicación aproximada y coordinamos que pasaran a buscarlo esa misma tarde.

Cuando volví al comedor, ella acababa de colgar una llamada. Por su expresión, apostaba que había sido su madre.

—¿Informe de daños? —pregunté, sentándome frente a ella con mi té.

—Mi madre cree que necesito GPS, cadena de oración y escolta armada. Lo de siempre. —Se encogió de hombros, pero la ternura se le asomó en la comisura de la boca—. Pero al menos ya pueden dormir tranquilos sabiendo que no fui devorada por osos ni secuestrada por un ermitaño.

—¿Lo de “ermitaño” iba por mí?

—Un poco. Pero en el mejor de los sentidos —se burló.

Se sirvió un poco de café, regresó al comedor y se quedó en silencio por unos segundos. Noté que aún tenía el teléfono en la mano, pero ahora solo lo miraba, sin hacer nada. Luego lo bloqueó y lo dejó sobre la mesa con un golpecito suave. Jugaba con la cucharilla sin tocar la taza.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Sí. Solo... es raro volver a estar en contacto con el mundo, ¿no crees?

Asentí. La entendía. Quizá demasiado. Me apoyé en la encimera y la observé en silencio. En mi pecho había una sensación extraña, que no recordaba haber sentido antes. Una especie de resistencia.

Carraspeé.

—Van a recoger tu coche esta tarde y lo llevarán al taller. Dicen que probablemente solo sea un fallo eléctrico, pero lo revisarán bien.

Ella asintió.

—¿Tienes algún trato secreto con mecánicos rurales?

—Uno nunca sabe cuándo va a necesitar ayuda en medio de la nada.

Aquel era el comentario más tonto que había hecho en mi vida, pero me resistía a dejar que la conversación cayera en el silencio incómodo, porque sabía que, si nos quedábamos callados por el tiempo suficiente, alguno de los dos terminaría haciendo alguna pregunta que no debería. Y tenía la sospecha de que ese sería yo.

—¿Entonces sobrevivimos? —pregunté, sintiéndome incluso más tonto que un momento atrás.

Meredith me sonrió desde detrás de su taza de café.

—Por lo visto, sí.

Su teléfono vibró sobre la mesa, interrumpiéndonos. Agradecí el ruido: me quedaba sin líneas improvisadas. El cambio de Meredith fue tan claro como si alguien hubiera girado un interruptor: voz más baja, pausas medidas, ese tono de “soy una adulta funcional con cosas importantes que decir”. La Meredith que respondió al teléfono era distinta. Su versión profesional, supuse.

—Perfecto, entonces estaré allí mañana a primera hora —dijo un par de segundos después, con una sonrisa que incluso desde la distancia sonaba ensayada.

—Entonces, mañana ¿eh? —pregunté, apoyando el mentón en la mano para disimular la punzada que me atravesó el estómago.

—Eso parece —respondió, dejando el teléfono boca abajo. El brillo de “misión cumplida” en sus ojos venía mezclado con algo más, que no supe descifrar.

—¿Y cómo piensas llegar?

—Pensaba llamar un taxi… o tal vez el taller pueda prestarme un auto.

Me encogí de hombros. Tranquilo. Casi aburrido. Aunque lo que mostraba en mi exterior era todo lo contrario al escenario que se vivía en mi interior.

—Puedo llevarte yo —solté, antes de pensar. Intenté que sonara neutro, como si ofreciera un paraguas.

Meredith alzó una ceja, divertida.

—¿Tú? ¿No estás harto de mí?

—Solo estoy siendo práctico —respondí, dándole un sorbo al té que casi había olvidado—. Tu coche sigue en el taller, y la nieve no hace que manejar sea precisamente seguro.

Ella me miró con esa sonrisa ladeada que ya me había causado más problemas de los que estaba dispuesto a admitir, la que usaba cuando estaba a punto de decir algo que sabía que me incomodaría.

—Ah, así que es por pura lógica. Pensé que era una excusa para pasar un par de horas más conmigo.

No le respondí enseguida. Solo la miré. Porque sabía que, si decía algo, probablemente dejaría escapar más de lo que debería. Meredith era buena leyendo entre líneas. No hacía falta decirlo en voz alta.




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