Tras la Tormenta

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MEREDITH

El maletero del auto iba cargado con bolsas del supermercado, varias botellas de vino, un ramo improvisado de albahaca fresca y una caja de galletas que claramente no estaba en la lista. Durante las últimas horas, Adam y yo nos habíamos dedicado a caminar por el pueblo, entrando a tiendas sin mucho propósito y comiendo en un restaurante donde todo sabía a mantequilla.

Cuando cruzamos la puerta, la casa nos recibió con ese olor familiar a leña, a calefacción y a comodidad sin apuros. Adam dejó las bolsas sobre la encimera mientras yo empujaba la puerta con el pie, agradeciendo en silencio el contraste entre el frío de afuera y el calor mullido del interior.

—Voy a cocinar —anuncié, como si fuera una revelación trascendental.

Él me miró y sus cejas se levantaron casi por voluntad propia.

—¿Por qué?

—Como agradecimiento y acto de justicia universal. Me has alimentado durante casi una semana. Alguien tiene que tomar la batuta.

Adam sacó dos copas del estante sin decir nada, pero cuando me pasó una, añadió:

—No hay nada que agradecer. Tú has hecho estos días soportables —Se acercó a mí y acarició mi mejilla en un gesto que casi se sintió tierno… doméstico—. Y además eres la persona más soportable con la que he compartido techo. Yo soy el afortunado.

Hice un esfuerzo extra por ignorar el cosquilleo que me generaron esas palabras al tiempo que la curiosidad dentro de mí se disparaba. Dejé escapar una risita nerviosa.

—Dios, ni siquiera sé si quiero preguntar quiénes son los otros contendientes.

—Tampoco es mucha gente: mi familia… mi ex… Henry, mi compañero de cuarto en la universidad.

Intenté que no se me notara, pero el cerebro se me atascó en “mi ex” como quien tropieza con una baldosa floja. No hice preguntas. Solo asentí, como si nada me hubiera llamado la atención.

Me giré hacia la nevera, saqué un par de verduras como quien está totalmente enfocada en el menú y, con el tono más neutro del mundo, pregunté:

—Ahora tengo mucha curiosidad por saber cosas de tu vida universitaria. Por favor, dime que no eres el típico niño rico que estudió en Oxford.

— No — La respuesta calmada de Adam me causó aún más curiosidad. Odiaba y al mismo tiempo me divertía muchísimo al tener que sonsacarle información.

—¿Cambrigde? —insistí.

Él volvió a negar.

—No, estudié en Durham —respondió mientras abría una bolsa de pan—. Un sitio frío, con demasiada niebla y gente que pronuncia las “r” como si fueran un deporte extremo.

—¿Y qué estudiaste? ¿Cómo ser enigmático sin esfuerzo?

—Empresariales, obviamente.

—Ah, sí, es lo que estudian todos los que tienen una empresa que heredar, ¿no? —me burlé—- ¿Y qué más me puedes contar de tu época universitaria? Siento muchísima curiosidad. ¿Algún acto de vandalismo juvenil? ¿Bailes desnudo en medio del campus? ¿Algún acto homosexual con ese amigo Henry?

Adam dejó escapar una carcajada. Tomó una de las botellas de vino y fue por un par de copas.

—No, no y no creo que sea el tipo de Henry —con cada palabra el tono de preocupación aumentaba— Ahora tengo miedo de preguntar por tu vida universitaria, ¿hay vandalismo, exhibicionismo o actos homosexuales que quieras contarme?

—Pues no. Lo cierto es que fui bastante aburrida. Lo único que hice fue estudiar, preocuparme por las notas y pasar cuatro años con el mismo novio, con el que al final me casé, por lo que…

El sonido de vidrio estrellándose contra el piso me interrumpió, me giré para encontrarme con Adam petrificado frente a mi. Abrí la boca para preguntarle qué diablos había pasado, pero él me interrumpió.

—¿Estás casada? —la expresión de terror en su cara era digna de una foto.

—¡No! —dejé escapar una carcajada— ¡Dios mío, no! Estoy divorciada desde hace año y medio. Carajo, perdón por el susto y… por la copa, era la menos fea.

Adam dejó escapar un suspiro de alivio que fue casi tierno. Tomó otra copa del estante, sirvió vino para ambos y me pasó una antes de apoyarse contra la encimera, alzando una ceja con esa mezcla suya de curiosidad y provocación.

—Ahora me debes una copa y una historia.

Le di un trago a mi vino y me encogí de hombros.

—No hay mucho que contar, esa es la mitad de nuestra historia. Nos casamos justo cuando terminamos la universidad y luego nos dimos cuenta de que nunca se nos ocurrió tocar el tema de los hijos: él quería, yo no; ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder, así que se acabó. No duramos ni un año casados.

—Vaya, lo siento, yo no…

— No te preocupes, estamos bien.

Adam hizo una mueca.

— Déjame adivinar: Ahora son amigos y todo es genial.

—¡No! Fue horrible, no podemos vernos ni en pintura y a los cuatro meses del divorcio embarazó a una de mis amigas. Fue bastante dramático. Cuando digo que estamos bien me refiero a que ambos hemos logrado continuar con nuestras vidas sin que haya un asesinato violento de por medio.

Adam no dijo nada enseguida. Solo me miró. Como si de pronto estuviera viendo más de lo que yo había dicho, o como si buscara en mis palabras algo que no sabía si quería encontrar.

—Supongo que todos tenemos historias para no dormir —murmuró, bajando la mirada a su copa.

Me apoyé contra la encimera, quedando frente a él y lo suficientemente cerca como para sentir el calor que desprendía su cuerpo.




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