ADAM
Quería pensar que mi idea no había sido estúpida, sino extremadamente impulsiva.
Fue solo ver como los ojos de Meredith brillaban mientras veía la pantalla y admiraba el paisaje y sentir que quería ser yo quien la acompañara si alguna vez lo viera en persona. ¿Tenía alguna explicación para lo que había salido de mis labios después? No, pero que me partiera un rayo si no sentía una sensación inexplicable desde el momento en el que ella aceptó (más bien dejó de resistirse) el viaje.
Meredith ya se había ido a la cama casi obligada después de que yo cayera en cuenta de que necesitábamos partir temprano si queríamos sacarle el mayor provecho a los tres días que ella podía darme, pero yo necesitaba poner la maquinaria en funcionamiento si de verdad pretendía lograrlo.
Por suerte, contaba con la persona perfecta para este tipo de situaciones.
Saqué mi portátil del rincón donde había permanecido relegada casi desde el momento en el que pisé aquella casa y fui con ella al comedor, me serví un poco más de vino antes de comenzar a hacer lo que pretendía, un par de correos electrónicos, unos cuantos mensajes y luego tomé mi celular, que volvía a estar apagado y lo encendí. El número en marcación rápida ocupó la pantalla casi de inmediato y solo necesité un par de timbres antes de que una voz sorprendentemente activa para la hora me contestara.
—¿Estás vivo? —dijo Liv, sin molestarse en saludar.
—Hasta donde sé —repliqué.
En la línea se hizo un silencio de un par de segundos antes de que mi asistente volviera a hablar.
—¿Acaso no son como las dos de la mañana en dónde sea que estés? ¿Tengo que hacerte una cita con algún especialista del sueño para cuando regreses? Si es que alguna vez regresas.
No me molesté en responder ninguna de sus preguntas.
—Te llamo porque necesito que hagas algo.
La risa burlona monopolizó la línea.
—¿Por qué otra cosa me llamarías? Tienes suerte de que esté despierta a las cinco de la madrugada, de lo contrario estaría muy molesta en este momento —se quejó, pero yo sabía que ella siempre estaba despierta, porque si alguien necesitaba ese especialista del sueño, era Olivia Blake—. Pensé que te había tragado una avalancha o que habías decidido convertirte en leñador profesional. Lo cual, siendo sinceros, no habría sido tan raro. Habría dado mi sueldo de un año por ver cómo te las apañas con un hacha.
Dejé que su ironía flotara en el aire un segundo. Luego hablé:
—Necesito que reserves dos boletos a Manchester. Primera clase. Salimos a primera hora en la mañana.
Silencio. Uno que no supe cómo interpretar.
—¿Salimos? ¿Es en serio, Adam?
—Es en serio.
Respondí, sin dar espacio a réplica. Conocer a Liv desde hacía tanto tiempo hacía que ella se sintiera en la libertad de decirme las verdades en la cara incluso cuando a mi no me interesaba escucharlas, y que fuera mayor que yo la hacía creer que era algún tipo de gurú de la sabiduría, aunque solo me llevaba dos años. Pero en este momento, mi tono debió ser bastante claro, porque contrario a lo que esperaba, ella no me llevó la contraria.
—¿Quieres que use el jet?
—No. Vuelos comerciales. Pocos rastros. Y nada de alertar a nadie.
—Ajá. Qué misterioso todo. ¿Vas a confesarme que te estás fugado con una super estrella o espero al libro?
—Sólo reserva los boletos, Liv.
—¿Quieres el tipo de hotel donde sirven miel orgánica en cucharitas de bambú o el que parece un castillo, pero tiene sauna?
—El segundo.
Teclado. Otro silencio.
—¿Con chimenea en la habitación o sin?
—¿Tú qué crees?
—Con chimenea, obviamente —murmuró, y entonces hizo una pausa más larga que las anteriores—. ¿Qué se supone que estás haciendo, Adam?
Tragué un poco de vino. No sabía si me ofendía o si me gustaba que pudiera decir esas cosas sin filtro. Pero por alguna razón Liv disfrutaba actuar como si fuera mi hermana mayor, mi terapeuta y mi niñera todo en uno.
—Esta no es una locura. Es... algo distinto.
Liv bufó.
—Eso es lo que dices cada vez antes de hacer una locura.
—¿Y si fuera?
—Entonces hazla bien. ¿Qué le digo a tu padre si llama preguntando por qué su hijo sigue desaparecido de la faz de la Tierra?
—Lo mismo de siempre: que no tienes idea
—La última vez me dijo que era mi trabajo saberlo y que era tan incompetente como tú.
—Ya sabes que la diplomacia nunca ha sido lo suyo.
Liv soltó una especie de bufido elegante. Luego hizo una de esas pausas que usan las personas que todavía se preocupan por ti aunque no lo admitan.
—¿Y tú? ¿Estás bien?
Sonreí. No porque me pareciera gracioso, sino porque esa era Liv: capaz de organizar el caos y al mismo tiempo saber cuándo preguntar lo importante.
—Sí. Estoy haciendo algo que quiero hacer. Eso cuenta.
—Cuenta —murmuró, más suave, y luego volvió a su tono habitual—. Pero si vuelves enamorado, me iré de vacaciones. Y tendrás que darme un bono sustancioso.
—Ya veremos.
—Y Adam.
—¿Sí?
—Estas son horas extra.
—Gracias, Liv…
No respondió. Solo colgó. Esa era su forma de decir cuídate.
Me quedé con el teléfono en la mano y el vino a medio terminar, preguntándome desde cuándo “hacer algo que quiero hacer” se sentía tan raro… y tan bien.