Tras la Tormenta

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MEREDITH

Desperté con la sensación de haber dormido demasiado bien y me quedé unos segundos con los ojos cerrados, escuchando el sonido apagado de la ciudad allá afuera, filtrado por los gruesos ventanales del hotel. Me hice un ovillo, moviéndome para acurrucarme contra el cuerpo de Adam, pero me costó solo un segundo notar que no estaba en la cama. Su lado aún estaba tibio, pero vacío.

Me incorporé a medias y lo vi de espaldas frente a la ventana, sostenía una taza entre las manos y ya estaba totalmente vestido. Llevaba una camiseta blanca, el pelo revuelto y un poco húmedo y el tipo de postura que haría que cualquier fotógrafo de revista de viajes muriera por retratarlo en blanco y negro.

—Es muy temprano para estar en modo contemplativo. ¿No crees? —murmuré con voz ronca.

Se giró un poco, sin sorpresa, como si hubiera estado esperando que despertara justo en ese momento.

—La vista lo amerita —dijo, y me tendió su taza humeante—. Además, tenemos un viaje pendiente.

Bebí un sorbo, me acurruqué en la cama con la taza entre las manos y fruncí el ceño con fingida sospecha.

—¿Qué tenemos para hoy, oh, mi maravilloso guía?

—Nuestro recorrido de hoy involucra jardines, un lago, y probablemente muchas referencias innecesarias a Colin Firth.

Mi cerebro tardó exactamente dos segundos en procesarlo.

—¿Vamos a Pemberley?

Adam ladeó la cabeza y una sonrisa burlona apareció en su rostro.

—¿Recuerdas que su nombre es Lyme Park?

—No lo arruines. Estoy a dos minutos de entrar en personaje.

Chasqueó la lengua con fingida resignación.

—Estoy empezando a arrepentirme de esta excursión —bromeó, pero los ojos le brillaban con una calidez que me hizo querer guardar ese momento para siempre.

***

Una hora más tarde, salíamos del hotel vestidos de forma apropiada para afrontar el frío que hacía. El cielo seguía gris y el mismo auto que nos había recogido en el aeropuerto nos esperaba en la puerta, con calefacción y el mismo conductor que parecía salido de Downton Abbey.

—¿No era más fácil alquilar un auto? —le susurré a Adam mientras me acomodaba el cinturón de seguridad.

—Si hiciera eso, tendría que prestar atención a la carretera… y no a ti .

Lo miré de reojo, sintiendo cómo se me subía el calor a las mejillas pese al clima de congelador.

—Eres un ridículo —murmuré, sonriendo igual.

—¿Ridículo elegante o ridículo encantador?

Necesité morderme los labios para contener la risa que me provocó que sus dos opciones fueran misteriosamente convenientes para él.

—Ridículo cliché. Pero lo dejo pasar porque me estás llevando a conocer mi obsesión de mi última semana.

Nos tomó poco más de cuarenta minutos llegar a nuestro destino, pero el trayecto se sintió más corto. El paisaje fue cambiando con lentitud, volviéndose más verde y más abierto, aunque el cielo seguía del mismo gris pálido, como si alguien hubiera olvidado ponerle color al día.

Adam no hablaba demasiado, pero de vez en cuando me señalaba algo por la ventanilla. Un edificio antiguo, una colina, un rebaño de ovejas que parecían salidas de un comercial de mantequilla, colinas cubiertas de escarcha, y casas de piedra con chimeneas que parecían decorados de una película de época.. Yo solo asentía, a medio camino entre el sueño, la expectativa y el tipo de comodidad rara que te hace sentir como si conocieras a alguien desde hace más tiempo del que en realidad pasó.

—¿Estás nerviosa? —preguntó de repente, justo cuando el coche empezó a subir por una carretera más angosta, flanqueada por árboles.

—¿Por ver una casa? —respondí, fingiendo indiferencia.

—Por ver esa casa —corrigió él, como si el énfasis fuera importante.

Fruncí el ceño y apreté los labios, pero terminé soltando una sonrisa que no pude contener.

—Solo un poquito. Tal vez un diez. Bueno… un veinte. Pero en defensa de mi histeria: es Pemberley y esto es un poco surreal, si lo piensas.

Adam resopló.

—Lyme Park.

—Pemberley —insistí.

Él negó con la cabeza, pero sonrió. Daba la impresión de encantarle perder esta discusión.

Cuando el auto se detuvo frente a la entrada principal del parque, me incliné hacia la ventana como si estuviera viendo algo sagrado. Sin embargo, el portón principal estaba cerrado, flanqueado por un cartel sobrio que advertía que la finca no estaba abierta al público en temporada invernal. El letrero era claro. Y algo deprimente.

—¿Está cerrado? — pregunté, girando hacia Adam. Tenía toda la intención de disimular mi decepción, pero no estaba segura de haberlo logrado.

—Para los turistas. No para nosotros.

Mi expresión pasó de la tristeza a la sorpresa en cuestión de segundos.

—¿Tienes algún tipo de membresía secreta de la nobleza o algo así?

—Digamos que tengo buenos contactos en el National Trust… y una asistente bastante persuasiva que puede conseguir casi cualquier cosa.

—¿Y ese truco lo usas mucho?

—Solo cuando quiero impresionar a cierta mujer cuya opinión de la hospitalidad inglesa está en mis manos.

Traté de mantenerme seria. Fallé.

—Bueno, tienes mucho qué esforzarte si pretendes reparar mi primera opinión sobre ti.

—Pensé que eso había quedado olvidado en cuanto conociste mi encanto.

Una carcajada escapó de mi.

—Lo siento, amigo, no soy tan fácil. Tendrás que presentarme a Elton Jhon, o, no sé, llevarme a conocer al rey.




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