Tras la Tormenta

15

Nueva York me recibió con lluvia, gotas frías contra el cristal del taxi que me dejaron claro que el sueño había terminado

MEREDITH

Nueva York me recibió con lluvia, gotas frías contra el cristal del taxi que me dejaron claro que el sueño había terminado. El coche frenó frente a mi edificio y durante tres segundos fantaseé con pedirle que siguiera de largo. En vez de eso, bajé y subí las escaleras con la maleta, que de repente parecía llevar piedras. El equipaje era el mismo, pero yo cargaba con otra cosa encima: la resaca de una semana que parecía inventada.

El viaje en jet privado había sido mucho mejor que la primera clase (de más estaba decirlo), y pasé casi todo el vuelo dormitando, pero aún así estaba agotada. Saqué mis llaves del bolso y el tintineo me sonó extraño, como si ya no perteneciera a ese lugar. Aquellas llaves habían sido mi símbolo de independencia desde que alquilé este apartamento, pero en ese momento se sintieron como la llave de un lugar ajeno. Negué con la cabeza, las introduje en la cerradura y empujé la puerta.

Mi apartamento estaba exactamente como lo había dejado: el mismo loft amplio con techos altos y paredes blancas que dejaban resaltar cada mueble de líneas limpias, los pisos de madera que crujían apenas al caminar, y esas ventanas gigantes que iban del suelo al techo, enmarcadas por cortinas que apenas dejaban ver la lluvia tamborileando contra el cristal. Todo se veía demasiado perfecto, como un set que había esperado a que la protagonista regresara para rodar la siguiente escena.

Dejé la maleta junto a la puerta, como si eso significara que no pensaba quedarme mucho tiempo. Avancé hacia el centro del salón sintiéndome como una intrusa en mi propia vida; como si en lugar de pasar una semana, hubiera estado fuera un año. Miré mi cama en el entrepiso, las sillas verdes perfectamente alineadas alrededor de la mesa, las plantas que milagrosamente seguían vivas. Todo estaba en su sitio. Todo menos yo.

Me obligué a ir a la cocina y preparar café, con la esperanza de activar mi cerebro y apartar de mí la sensación de extrañeza que me carcomía. Mientras el líquido comenzaba a gotear, me envolví en la bufanda gris de Adam sin pensarlo demasiado. Todavía olía a él. A ropa limpia y algo indefinido, algo que me había hecho sentir a salvo.

El teléfono sonó justo cuando apagaba la cafetera y por un segundo absurdo, pensé que sería él. Caminé de regreso hacia mi bolso casi flotando, sin ningún esfuerzo por controlar la sonrisa idiota que se estaba dibujando en mi cara. Pero la sonrisa se desvaneció casi de inmediato cuando vi la pantalla iluminada: “Mamá y papá”.

Suspiré, me aclaré la garganta y contesté intentando disimular el hecho de que una llamada de mis padres después de una semana sin verlos, no me emocionaba tanto como hablar con el hombre del que me había despedido horas atrás.

—Hola, mamá —dije, esforzándome por sonar más viva de lo que me sentía, mientras regresaba a la cocina con el aparato entre la oreja y el hombro.

—¡Mer! ¿Ya estás en casa? ¿Todo bien?

—Sí, llegué hace un rato.

—¿Y? ¿Qué tal el viaje? ¿Te gustó Vermont?

“Vermont”. Apoyé la cadera contra la encimera y me froté la frente con la mano libre, como si así pudiera masajear también la culpa. En mi cabeza, la palabra se mezcló con la imagen fugaz de una calle húmeda en Manchester y el sonido de un saxofón. Tragué saliva y me obligué a seguir.

—Fue… lindo. Mucho verde, vi una ardilla. Muy pintoresco todo.

—¿Y los clientes? ¿Se portaron bien? ¿Quedaron contentos?

—Sí. Encantados. Por eso necesité más tiempo… Me pidieron que me quedara un par de días más para discutir unos detalles —No era mentira. Solo que los detalles eran en otro país y no me había quedado con los clientes y todo era mentira. Pero mis padres no necesitaban saber los detalles.

Me giré hacia la cafetera, que todavía estaba bufando, solo para tener algo que mirar que no fueran las mentiras saliendo de mi boca.

—Ay, me alegra tanto, querida. Sabíamos que iba a irte bien. ¿Y cuéntanos sobre esa casa donde te quedaste durante la tormenta? Tu padre estaba histérico sobre eso de que te quedaras con un desconocido. Ya sabes, con esos documentales de asesinos que vé todo el tiempo en HBO.

—No hables como si fuera un loco y no estuviera aquí —se escuchó la voz de mi padre en la distancia— ¿Mer, linda, no habrás estado en casa de algún tipo raro, verdad?

—No, papá. Adam era… Es una persona decente. —Al menos después de ser un imbécil las primeras horas. Y con “decente” me refería a que no me había asesinado y descuartizado ni nada por el estilo. Aunque no estaba segura de si había sobrevivido completamente ilesa.

—Bueno, uno ve tantas cosas.

—Todo bien. Estoy viva. Sin trauma aparente.

—¿Seguro que estás bien? Tienes la voz cansada.

—Solo es el jet lag. Y que hace frío. Y que aún no he permitido que el café haga lo suyo.

Mamá hizo silencio.

—¿Jetlag? ¿De Vermont?

—Es una forma de decir que estoy cansada, mamá. El jet lag es un estado mental —repliqué, apoyando el codo sobre la encimera—. Y la ciudad está tan gris que podría ser Londres ahora mismo —lo dije sin pensar y las palabras se sintieron como un balde de agua fría.

Mamá suspiró.

—Pues ojalá fuera Londres —dijo, sin saber lo irónica que era su frase—. ¿Quieres que pasemos por allá mañana con algo de comer? Tu padre dijo que puede preparar lasaña.

—No, no, estoy bien. Solo necesito un día para… reacomodarme. Y tengo mucho trabajo acumulado.




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