La luz se filtraba por los ventanales del salón, un resplandor blanco y suave que hacía que Londres pareciera una pintura recién terminada. El aire tenía un olor peligrosamente parecido a felicidad; café recién hecho, mantequilla derretida. El sol apenas asomaba entre la nieve que cubría la ciudad, y yo estaba sentada sobre la encimera de la cocina, con una taza entre las manos, la camisa de Adam puesta y las piernas cruzadas, intentando convencerme de que esto era lo más normal del mundo.
Él estaba a mi lado en la cocina, con solo un pantalón de chándal y el cabello ligeramente despeinado, como si el sueño todavía se negara a soltarlo del todo. Se movía preparando el desayuno con una concentración tan profunda que me dieron ganas de sonreír.
—Esto es oficialmente lo más cliché que hemos hecho —dije, viendo cómo él revolvía huevos en una sartén.
—¿Cliché? — Adam enarcó una ceja con una sonrisa maliciosa.
—Sí. Desayuno postnochevieja. Ambos medio desnudos. Esto grita “comedia romántica de domingo por la tarde” tan alto que me duele el tímpano.
—¿Y lo malo?
—Bueno, siguiendo esa estructura, significa que en cualquier momento aparecerá una exnovia para arruinarlo todo —dije, girando la cuchara dentro de la taza de café.
Adam soltó una risa baja al tiempo que apagaba la estufa y colocaba los huevos revueltos en nuestros platos. Al otro lado de la cocina había una bandeja con pan tostado cuyo delicioso aroma me tenía un poco mareada.
—No suelo invitar a mis exes a desayunar.
—Que suerte, entonces —repliqué, con fingida solemnidad.
Adam soltó una risa suave y se acercó con un trozo de pan tostado untado de una mermelada de color misterioso. Lo sostuvo frente a mí, con ese gesto entre coqueto y divertido que usaba sin darse cuenta.
—Prueba esto —ordenó.
—¡Qué mandón! —me quejé antes de morder.
Adam se limitó a mirarme en espera de una opinión. Yo continué saboreando; creí identificar una combinación de algo amargo y cítrico que, junto con la sal de la mantequilla y el crujiente pan tostado, era una delicia.
—Está perfecto —admití—. Lo odio. ¿Qué es?
—Lo sé. —Dejó el plato sobre la encimera y apoyó las manos a ambos lados de mis piernas—. Es mermelada de naranja amarga.
—No estoy segura de cómo alguien logra que una cosa que suena como “no me comas” tenga tan buen sabor.
—Es uno de los misterios de la vida —se burló él, ocupando el espacio entre mis piernas y depositando un casto beso en mis labios.
Antes de que pudiera responder, sonó el timbre. Mi primer pensamiento fue una maldición por la interrupción a lo que fuera que siguiera a partir de aquí, pero luego escuchamos un segundo timbre y un tercero y el ceño de Adam se frunció.
—¿Seguro que no invitaste a una ex a desayunar? —intenté bromear.
Adam negó con la cabeza.
—No espero a nadie.
—Lo bueno es que sé que no es mi madre, —agregué—. Al menos que haya cruzado el atlántico con galletas y chocolate para interrumpirnos justo en este momento. .
—Muy graciosa —dijo, dándome un suave apretón en mis muslos desnudos.
Casi olvidé que había alguien al otro lado de la puerta, pero entonces el timbre volvió a sonar más insistente. Yo seguía con la tostada en la mano y observé a Adam cruzar el salón sin saber qué se suponía que debía hacer. Lo vi detenerse frente a la puerta y murmurar algo entre dientes que no pude distinguir.
—¿Pasa algo? —alcancé a preguntar, pero antes de que respondiera, una voz femenina resonó desde el otro lado.
—¡Sé que estás ahí, Adam Callaghan! ¡Y no pienso irme hasta que abras esta maldita puerta!
Tragué saliva. Tenía que ser una broma, porque si se trataba de una ex furiosa, al regresar a Nueva York pondría un anuncio en los periódicos y comenzaría mi carrera de pitonisa. Dejé la taza a un lado y la tostada a medio comer sobre el plato, bajé de la encimera y, por puro reflejo, me recogí el cabello como si eso fuera a hacerme ver menos culpable.
Adam suspiró y finalmente abrió.
La mujer que cruzó la puerta parecía traer consigo una ráfaga de aire frío y perfume caro. Tenía los mismos ojos que Adam y una bufanda color vino y la clase de presencia que hacía que todo el mundo se girara sin saber exactamente por qué.
—¡Por fin! —exclamó, empujando la puerta y entrando sin pedir permiso—. ¿Sabes cuántas veces te he llamado? Has estado ignorándome por días, Adam.
—¿Y por eso se te ocurrió que era una buena idea aparecerte en mi casa sin anunciarte? —replicó él, con el mismo gesto de frustración.
Me quedé completamente quieta, con miedo a que cualquier gesto que hiciera pudiera desencadenar alguna explosión.
La recién llegada ignoró las palabras de Adam mientras caminaba directamente hacia mí, me miró de arriba abajo y pude distinguir un leve arqueo de ceja al notar que llevaba puesta la camisa de Adam Yo ni siquiera estaba segura de estar respirando hasta que ella sonrió y extendió una mano hacia mí.
—Oh… —dijo, con un brillo divertido en los ojos—. Así que tú eres la famosa Meredith.
—Depende —respondí, despacio—. ¿Si digo que sí, implicaría eso algún tipo de violencia física?
La mujer rió.
—Solo contra el imbécil de mi hermano por intentar ocultarte de mí.
Me quedé muda un segundo antes de aceptar el saludo. No estaba segura, pero creí escuchar mi suspiro de alivio en voz alta y lo peor era que ni siquiera me sentía avergonzada.