El invierno londinense siempre había tenido un aire particular en Año Nuevo. Un tipo de elegancia que parecía brotar del frío mismo: el brillo del hielo sobre los autos estacionados, el vapor que salía de las bocas al hablar, las luces doradas que decoraban los balcones como si la ciudad se resistiera a dejar morir la noche.
La gala del hotel siempre marcaba el inicio del año y, para muchos, el comienzo de otro ciclo de negocios, alianzas y apariencias. Para mí, era más bien un trámite. Sonreír, conversar, posar para las fotografías institucionales y, sobre todo, no darle a la prensa nada que pareciera digno de titulares.
El vestíbulo del hotel Callaghan de Londres estaba lleno de gente. Vestidos largos, trajes oscuros, copas de champán y conversaciones que giraban alrededor de inversiones, viajes o la calidad del catering. Yo había perdido la cuenta de cuántas veces había estrechado manos en los últimos quince minutos. En el salón la fiesta ya había comenzado y otro montón de gente ya estaba disfrutando del ambiente, pero yo permanecía en el mismo sitio desde mi llegada, cuarenta minutos atrás. No podía moverme a ningún lugar que no me permitiera ver la puerta.
A mi lado, Henrry que con frecuencia era la única persona que soportaba tener cerca en estos eventos, levantó su copa con gesto distraído.
—Lo que más me gusta de estas fiestas —dijo— es que nadie parece dispuesto a fingir que se divierte.
Sonreí de lado.
—Sobre todo tú.
—Por supuesto —replicó con una sonrisa ladina—. Fingir es un arte que te dejo a ti.
Rodé los ojos, pero antes de responder, un grupo de fotógrafos en el exterior del hotel comenzó a agitarse. Los flashes se dispararon hacia la entrada principal, y un murmullo recorrió el lugar. Henrry giró la cabeza hacia el revuelo.
—Bueno, parece que acaba de llegar tu hermana —comentó aflojando su corbata y volviéndola a apretar.
Ni siquiera me molesté por mirarlo, porque sus palabras fueron unas, pero mi cerebro interpretó otra cosa. Lo único que había logrado traspasar mis sentidos era la noción de que Meredith acababa de llegar y entonces no pude apartar la mirada de ese auto. Había pasado la última media hora fingiendo que no esperaba este momento, pero mis ojos traicionaron mi calma.
La puerta del vehículo se abrió junto a la alfombra roja exterior que Heather amaba colocar para dar teatralidad a un evento de por sí teatral. Primero bajó ella, impecable, como siempre. Saludó a los fotógrafos con una sonrisa breve y segura que había perfeccionado con años en el ejercicio de las Relaciones Públicas de Callaghan, y avanzó con pasos medidos hacia la entrada del hotel. Sin embargo, mi atención no estaba enfocada en ella, sino en la mujer que salía del auto a sus espaldas.
Meredith.
El aire pareció espesarse, y por un instante, el sonido de las cámaras se volvió un eco lejano.
Llevaba el cabello recogido a medias y dejaba caer mechones sueltos que enmarcaban su rostro. Mi sonrisa se ensanchó al ver que, al final, había elegido el vestido azul, que le envolvía el cuerpo con una naturalidad que rozaba la insolencia. Fluido, luminoso, con un brillo sutil que reflejaba las luces que la rodeaban. Hice la anotación especial de subirle el sueldo a mi asesora de compras que había conseguido una pieza que le quedara tan bien con solo una foto.
Y entonces sus ojos me encontraron; ella me sonrió y pude notar los nervios en su rostro, como si aún no supiera si debía disfrutar el momento o volver a meterse en el auto.
El silbido de Henrry me recordó que estaba a mi lado.
—¿Quién es ella? ¿La conocemos? —preguntó.
—Tú no —respondí, sin apartar la vista.
—¿Y quién es exactamente? —insistió lanzándome una mirada divertida y enarcando las cejas
—Meredith.
—Ya. ¿Meredith no es esa mujer que conociste en tu escapada y que se supone que no volverías a ver? —Su sonrisa se amplió, en un gesto que me provocó ganas de pedir que lo echaran—. O sea que es tu chica.
Giré hacia él con una ceja levantada. Yo nunca le había dicho a Henrry que no tenía intenciones de volver a ver a Meredith, pero era increíble lo fácil que resultaba para algunos sacar conclusiones con muy pocos detalles. Tal vez se trataba de que si él estuviera en mi lugar, habría logrado lo que yo evidentemente era incapaz de hacer: alejarme antes de complicar más las cosas.
—Henrry, tienes treinta años. No uses términos como tu chica. Ya no estás en secundaria.
—Interesante elección de palabras. —Se inclinó hacia mí, con un brillo travieso en los ojos—. Porque entre todas las cosas que pudiste decir, no elegiste el “no es mi chica, Henrry”.
Caer en el juego de mi amigo no valía la pena, por lo que no me molesté en responder. Volví mi mirada hasta Meredith, que ya terminaba de recorrer la alfombra detrás de Heather debido a que algunos fotógrafos la habían detenido. La risita satisfecha y molesta de Henrry fue lo último que escuché antes de dar un paso hacia delante.
Había mucha gente entre la entrada y el vestíbulo, pero apenas los noté mientras recorría la distancia hacia la puerta. Por alguna razón que no podía definir me moría de ganas por tener a Meredith cerca, oir su risa.
Durante toda la tarde me había costado el no llamarla y preguntarle si estaba todo bien o si mi hermana estaba acabando con sus nervios como hacía con los míos siempre que cometía el error de encerrarme con ella, pero me contuve porque me imaginé que si Meredith no se había comunicado era porque estaba bien. Ignoré por completo la posibilidad de que estuviera tirada en el suelo en posición fetal tras perder la razón en compañía de Heather.