Bagdad, 10 de marzo de 2010 — 09:54 a.m.
El equipo de excavación, junto al grupo de Donald, llegó al lugar.
Comenzaron a medir la profundidad del terreno: la zona blanda alcanzaba los 5.68 metros, y un escaneo reveló una estructura rectangular en el centro.
Parecía una tumba, un sarcófago enterrado bajo siglos de silencio.
Uno de los operarios, mientras revisaba el radar, comentó:
—¿Qué misterio habrá en este lugar?
Donald sonrió levemente.
—Uno que me persigue desde hace veinte años —respondió.
La excavación comenzó a las once de la mañana y se prolongó durante seis días.
Las tuneladoras rugían, el polvo cubría el campamento y Donald apenas dormía.
Sus ojos brillaban como lámparas de sodio: hambre de respuestas.
17 de marzo — 21:30 p.m.
Aquella noche alcanzaron la profundidad deseada.
Las luces de los reflectores bañaban la zanja con un resplandor casi sagrado.
Donald bajó con una linterna y un rollo de cable para instalar un foco adicional.
Cuando vio lo que había en el fondo, sintió un nudo en la garganta.
Allí estaba: un sarcófago.
Un rectángulo perfecto de piedra con bordes metálicos, pulido, inmaculado.
Al tocarlo, percibió un calor leve, casi como el pulso de algo que seguía vivo.
Lloró. Años de estudio, de burlas, de obsesión… y al fin, la prueba.
Esperaron al amanecer para extraerlo.
18 de marzo — 06:15 a.m.
Trajeron las mejores cuerdas y sistemas de sujeción, reforzaron la grúa y comenzaron la elevación con extremo cuidado.
El sol apenas despuntaba cuando un sonido seco rompió la calma.
¡CRACK!
Uno de los cables principales cedió.
El sarcófago cayó desde catorce metros de altura, golpeando el suelo con una fuerza ensordecedora.
La vibración recorrió toda la excavación.
El impacto quebró las dos tapas.
Una nube densa de polvo y arena cubrió el pozo.
Cuando el aire se despejó, todos vieron lo imposible.
Dentro yacía un hombre de aproximadamente dos metros, musculoso, cubierto de una piel oscurecida y seca como pergamino.
No era una momia en sentido tradicional: su cuerpo no estaba envuelto, sino preservado.
Los técnicos comenzaron a registrar datos entre susurros.
Donald no decía nada.
Hasta que el cuerpo se movió.
Primero fueron leves espasmos, luego movimientos bruscos, torpes.
En cuestión de minutos, la piel podrida empezó a regenerarse: el color volvió, los tejidos se tensaron, los músculos cobraron forma.
El cuerpo respiró por primera vez en mil años.
Y sonrió.
Donald retrocedió, aterrorizado.
—¿Cómo…? ¿Cómo puedes estar vivo? —susurró—. Has estado muerto más de mil años.
—¿Quién eres? —gritó finalmente.
El hombre, ya regenerado casi por completo, lo observó.
Sus ojos, ahora húmedos y claros, lo analizaron con calma, estudiando su idioma, su tono.
Luego, con voz profunda y áspera, respondió:
—Soy el Caos.
Uno de los técnicos, dominado por el miedo, le lanzó una descarga con una varilla eléctrica.
El Caos apenas se inmutó.
En un solo movimiento, le destrozó el cráneo.
—Qué criatura tan insignificante… —murmuró.
Los guardias abrieron fuego.
Las balas rebotaron contra su piel sin dejarle heridas.
Donald se interpuso entre ambos bandos.
—¡Alto al fuego! —gritó—. ¡No necesitamos matarnos! ¡Por favor! ¡Solo quiero hablar contigo!
El Caos levantó el puño, listo para golpearlo.
—¿Criatura estúpida… acaso quieres morir? —dijo con desdén.
Donald no se movió.
Los guardias bajaron lentamente las armas.
El Caos lo miró con curiosidad.
Finalmente, bajó el brazo.
—Está bien —dijo con voz grave—. Hablemos.
Lo primero: ¿cuánto tiempo ha pasado desde que me encerraron?
—Según mis estudios… mil años —respondió Donald con voz temblorosa—. Tal vez más.
El desgaste del sarcófago y la composición de la tierra indican que has estado aquí desde el siglo XI.
El Caos asintió despacio, como si hiciera cálculos invisibles.
—Mil años… —repitió—. Demasiado tiempo para dormir.
—Ahora me toca a mí —dijo Donald, dando un paso adelante—.
¿Qué eres?
El hombre lo miró con una media sonrisa.
—Soy lo que ustedes llaman Caos, o al menos así me conocían hace mucho.
Solía destruir todo lo que tocaba. No por placer… sino por aburrimiento. Por cansancio.
Una vez fui un hombre, como tú, o como el que acabo de matar.
Estudiaba en una academia de misticismo, buscando lo que los sabios prohibían estudiar: las artes que burlan la muerte.
Donald lo escuchaba, inmóvil.
—Pero no me bastó el conocimiento —continuó el Caos—. Quise más.
Durante mis viajes oí rumores de hombres que habían logrado detener el paso del tiempo, de almas que no envejecían.
Yo quería eso.
No morir nunca.
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Editado: 18.10.2025