Me ha sido arrebatada la quietud y el reposo. Sueño despierto, siento en la acritud y longitud de mis oídos, a abejas que me zumban y me están aguijoneando de forma constante.
Mi erradicado silencio de pronto me quema y me consume. Un cruel y candente hierro penetra en lo más profundo de mi alma para desbaratar su pureza. Por otro lado, un perfecto trozo de metal perfora mi piel con su reluciente y poderoso filo de espada; rasga las obstrucciones de mi destino para poder sellar mi cruenta desdicha.
En esta proliferación de mis amarguras, después de tanta congoja padeciendo, experimento una grotesca sensación donde tengo la impresión de que me estoy enamorando de la misma muerte. Mi arrebatado silencio me paraliza y me genera una permanente confusión en la que se está apoderando de mí una satisfactoria ira, que crece como olas gigantes cuando estos son impactados por fuertes vientos aciagos que agitan y remecen sus cuerpos aguares.
Tras esta somnolencia que me disipa, una luz centelleante alteró mis percepciones. Al descubrir de dónde provenía, quedé absorto. Me levanté de la cama con apremio y arrastré mis pasos hasta acercarme, deseoso de confirmar que lo que veían mis ojos era real. Aquella onda resplandeciente me dejó estupefacto; no podía concebirlo, pues la cómoda que me habían regalado no funcionaba con ninguna batería conocida. La luz, majestuosa y a la vez terrorífica, me encandiló la vista. Su energía emanaba del espejo ovalado del centro.
Con cautela, me aproximé para tocar aquella porosidad perversa que inquietaba mis sentidos. Entonces, la luz cambió: pasó de un blanco puro a un gris oscuro, y luego se transformó en una danza de colores, como si el arco iris hubiese cobrado vida ante mí.
Qué extraña fantasía la que contemplan mis ojos. Me estremezco al pensar que algo así pudiera sucederme. Jamás he creído en cuentos de hadas, ni en leyendas urbanas sobre brujas; sin embargo, hoy mi escepticismo se desmorona y golpea mis entrañas, haciendo retumbar mi corazón como un tambor desbocado.
Manarán mentiras de mis labios si intento asumir lo que está sucediendo. Por ello, prefiero divagar entre los pensamientos de mi propia ignorancia, sin hallar siquiera una mínima respuesta ante este acontecimiento quimérico.
No obstante, al no encontrar contestación a mis preguntas mentales, aceleré mis pasos para dirigirme hacia mi esposa, que suspiraba con delicadeza en su lecho, con la intención de que también ella pudiera admirarse de lo que mis ojos estaban contemplando.
No obstante, mi esposa, que en bata se encontraba descansando debajo de las sábanas hace un instante, por algún motivo extraño ya no estaba allí. Las sábanas permanecían arrugadas, como si recién se hubiese levantado para ir al baño. En todo caso, cuando la llamé:
—¡Cariño! ¿Estás ahí?
Ella jamás respondió.
En mi desesperación acudí de inmediato a la habitación de Matthew, pero tampoco se encontraba acostado. Luego fui a la de Rowen, y también había abandonado su habitación.
—¿Qué está pasando? —me pregunté con angustia.
Comencé a sudar como un caballo tras correr cinco kilómetros.
No tenía la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo en mi hogar. Eran las dos de la madrugada; no podían haber ido a ningún sitio a tan oscuras. Al mirar por la ventana, vi que la camioneta seguía allí, bajo el techado de paredes descubiertas al frente de la casa.
De repente sentí que la presión se me bajaba. Corrí hacia la habitación de mi hermano Averett, pero también había desaparecido.
—¿A dónde se fueron? —pensé—. No sentí nada cuando se movieron…
Tras aquella tragedia de inoportuna desaparición, una idea absurda cruzó mi mente: quizás los extraterrestres los habían secuestrado. No tenía la mínima certeza, pero lo sospechaba, pues la cómoda seguía emitiendo esa luz que, aunque parecía celestial, provenía —de algo puedo estar seguro— de las mismas entrañas del Inframundo. No hallaba otra explicación para tan terrible y cruel acontecimiento.
Aquella luz maldita me quebrantó el ánimo. De pronto, en un santiamén, comenzó a irradiar con aún más intensidad su aterrador fulgor. Los haces luminosos invadieron toda la casa, y mi espíritu se encolerizó.
Fui al establo, donde los caballos dormían apaciblemente. Los ocho caballos de mi propiedad descansaban con armonía, ajenos al caos. Tomé el hacha que colgaba de un gancho y regresé a la casa. Empecé a destruir esa aberración que hinchaba las venas de mi corazón. A cada hachazo, la furia me dominaba hasta que finalmente logré romper la piedra que arrojaba el reflejo. El resplandor se extinguió al fin y tuve paz en mi pecho.
De repente, mi corazón sintió una leve calma al ver a María a mi lado izquierdo. Me volví hacia ella, aliviado de que al menos alguien permaneciera en casa.
Le pregunté, angustiado, a dónde se había marchado mi familia. Necesitaba una respuesta, aunque temía escucharla.
Fue entonces cuando ocurrió algo inesperado. María me miró con fijeza, directo a los ojos, y respondió con una frase que jamás imaginé:
—Patrón… no le recomiendo ir a las festividades de la Antonella.
—¿¡Quién es Antonella!? —pregunté, desconcertado.
—Son las festividades de mi pueblo, las que odio con toda mi alma —dijo María, con su tono peculiar—. Antonella era una muchacha que amaba las fiestas y luego perdió la privación de su cabeza. Se volvió famosa porque veía troles, duendes, muelas con forma de corazón y muchas cosas más… que ni mejor le cuento, pa’ que no se asuste o se ría más bien. Le gustaba contar lo que veía en su cabeza, y la gente se reía un montón de ella. Después de su muerte, le hicieron una festividad en su honor. Vaya a saber qué tenía en su mente la pobre. Así me contó mi mamaíta, que cuando era una niña de ocho años conoció a la mesma Antonella en carne y hueso. Antonella por aquel entonces no pasaba de los catorce años, más o menos, aunque mamaíta no estaba muy segura que misma edad tenía. También me contó que la Antonella no parecía nada bien de la cabeza; estaba segura de que los tornillos se le quedaron bien aflojados… como tuercas que no calzan.
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Editado: 29.10.2025