Trastorno

CAPÍTULO 8: PÉRDIDA DEL CONTROL

Mi alma se ennegrece. En mis oídos resuenan voces susurrantes: algunos chillidos suenan dulces, otros parecen rasparse contra filosas piedras.

Maldigo los momentos breves. La tranquilidad se esfumó de un día para otro. La tos maléfica ha vuelto con más fuerza a su garganta. Hemos ido al médico cinco veces, pero nada parece surtir efecto. Medicinas, jarabes, inyecciones... nunca es suficiente.

Su presencia se ha vuelto detestable ante mis ojos; ahora lo odio con una naturalidad desmedida. La paz me trajo la guerra. Los volcanes de mi faz han vuelto a hacer erupción, y la lava ardiente —que nace del furor de mi impaciencia— se desliza por mi rostro hasta derretir la falda que llega a mis pies, como la lava que devora la falda de un volcán.

Mi ira ya no habita solo en mi mente; ha infectado cada fibra de carne ennegrecida detrás de mi dermis.

La fiebre de mi rabia ha sobrepasado los cuarenta grados, y con ello he cruzado el límite. Mi cama se ha convertido en mi tumba; mi cerebro se exprime en una centrifugadora de ropa. Me siento cayendo en el abismo del universo. Escucho el silbido de vientos huracanados y me deslizo por el tobogán de la angustia.

A medida que pasan las horas, hablo menos con mi familia. La batería de mi vida se está agotando. Y es en este preciso momento cuando empiezo a odiar las palabras que salen de la boca de mi esposa y de mis hijos, sin razón aparente. No tengo un fundamento sólido para odiar... y, sin embargo, lo hago.

Después de beber varios tragos de un Tx Blended, la realidad comenzó a desdibujarse ante mis ojos. De la penumbra emergió una figura espectral, un ser antinatural estaba frente a mí, cuya presencia me erizó la piel. Su silueta me recordó a la Muerte de las ilustraciones sombrías de los caricaturistas, pero donde debería haber un rostro, solo había una sombra impenetrable y borrosa.

Empuñaba una lanza con punta de ancla, su superficie plateada resplandecía con un brillo frío sobrenatural. Su cuerpo, envuelto en una túnica de algodón gris que caía hasta el suelo, parecía flotar entre este mundo y otro que mi mente no alcanzaba a comprender. Desde los hombros hasta las puntas de los dedos, sus brazos carecían completamente de piel: eran huesos desnudos, de un blanco pulido y espectral, como si el tiempo mismo los hubiera despojado de toda carne. Aquellas manos óseas evocaban la fragilidad de la vida y la inminencia de la muerte.

Permanecí inmóvil, atónito, hasta que una voz interrumpió mi trance:

-¡Ey, ey!

Sentí un sacudón y la silueta fantasmal se desvaneció, ya que solo se trató de un ridículo y tonto sueño, aún me aferraba al vaso del licor que tenía en mi mano. Parpadeé y me encontré con el mesero, un hombre de bigote en forma de herradura, que me observaba con una mezcla de lástima y fastidio.

-Señor, ¿le pido un taxi? -preguntó, con tono firme.

Sacudí la cabeza para despejarme y le respondí con un leve gesto de la mano.

-No, gracias. Tengo mi propio vehículo.

Aun así, al incorporarme, di varios tumbos y traté de encontrar la coordinación de mis pies. La sensación de aquella presencia seguía latente, como si, en algún rincón de la realidad, aquel espectro me estuviera esperando.

Siento que la culpa no es toda de mi hermano, creo que yo solo he perdido la razón porque quise, quizás por que me he vuelto débil.

A mis hijos y a mi esposa ya no parece afectarles en nada la tos de mi hermano. Incluso recuerdo hace poco verlos reír y llevar una vida normal.

Ellos han sabido acostumbrarse a las imperfecciones de nuestro entorno y han podido conservar la naturalidad del descanso. En cambio yo, me encuentro viviendo atormentado por mi propia cuenta.

Choqué la camioneta con un árbol y casi me mato, me quedé dormido por un segundo, con mis manos sujetando el volante. Tengo suerte de que la bolsa de aire resistió al fuerte impacto. Me siento afortunado de no haberme roto el cuello, una pierna, un brazo, etc.. Lo malo de todo esto es que antes de este accidente bebí más de la cuenta y manejé en dicha condición siendo un total imprudente. Aquello fue lo que me hizo perder el control de mi consciencia.

Sin previo aviso, un espasmo sacudió mi cuerpo, arrancándome del sueño y obligándome a incorporarme de forma brusca en el sofá cama. Aquel mueble era mi refugio nocturno cuando mi esposa me desterraba de nuestra habitación tras mis noches de alcohol. La oscuridad reinaba en la casa, y el reloj marcaba con precisión las 3:00 a. m. Un escalofrío recorrió mi espalda mientras mi mente se sumía en una vorágine de pensamientos que se debatían entre la razón y el magín. No recordaba cómo pude llegar sano y salvo a casa.

Dentro de mí se libraba una guerra encarnizada: el odio desmesurado que se había apoderado de mi ser, batallaba contra los últimos vestigios de mi conciencia. La pugna era violenta, caótica, un choque de fuerzas que me desgarraba desde dentro. Entre aquella tormenta mental, un recuerdo afilado emergió como una daga, clavándose en lo más profundo de mi alma.

Lo vi con claridad, como si estuviera ocurriendo en ese mismo instante. La imagen del ciervo albino apareció ante mis ojos, su silueta fantasmagórica atrapada en el brillo de mis faros, en ese momento en que el día se desangra lentamente hacia la noche. El cielo, teñido de un dorado cansado, se fundía con sombras azuladas que reptaban entre los árboles. No era un cervatillo inexperto, sino un adulto imponente, de porte majestuoso. Podría haber huido, tenía tiempo para hacerlo... pero no lo hizo. Permaneció allí, inmóvil, entregándose al destino que le aguardaba.

El impacto fue brutal. Mi camioneta al salirse de la carretera lo arrolló sin resistencia, y el crujir de sus huesos retumbó en mis oídos como un trueno. Apenas tuve tiempo de reaccionar cuando sentí las llantas pasar sobre su abdomen, desgarrándolo sin piedad. Al detenerme de forma obligada tras chocar contra el árbol y mirar por el retrovisor, la escena que presencié quedó grabada en mi memoria como un estigma imborrable. Sus intestinos, esparcidos entre la tierra y pastizales, aún palpitaban con los últimos estertores de la vida que se le escapaba.




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