Las calles de McGregor, Texas, dormían bajo la brisa tibia de la noche, mientras los grillos entonaban su canto en los campos que rodeaban la ciudad. La luna, redonda y brillante, ascendía con calma sobre los tejados, proyectando sombras largas y suaves en los caminos de tierra.
A lo lejos, el murmullo del último tren recordaba que el día laboral había cesado, pero aquí, en este rincón del centro de Texas, el tiempo parecía estirarse con la misma placidez de veranos anteriores. En el porche de la casa, el tintineo de los cubos de hielo en los vasos de té helado acompañaba las conversaciones pausadas que teníamos mi esposa y mi hermano. Allí nos encontrábamos muy cómodos en nuestras confortables mecedoras. En los campos de maíz de las haciendas vecinas, las luciérnagas encendían y apagaban su luz en un baile silencioso. Me costaba entender por qué las plagas disfrutaron más de mis cosechas que las de mis colindantes.
Era una de esas noches en las que el mundo parecía detenerse por un instante, donde el calor nos envolvía como un abrazo y la promesa de algo por venir flotaba en el aire, justo en el límite entre la tranquilidad y la expectativa.
Mi hija me tocó el hombro y me dijo que iba a dar una vuelta. Se refería a que iba a montar su caballo bermejo llamado Furia, un personaje que salió de su película favorita, Inside Out. Le dije que estaba bien, siempre y cuando fuera despacio.
Los reflectores alumbraban mis tierras tristes. Antes había cosechas alegres y parecía que mi felicidad iba a fecundar hasta el día de mi muerte. No obstante, los planes de mi destino surcaron el cielo para tomar un camino muy alejado de mis aspiraciones.
Matthew iba siguiendo detrás de Rowen. Matthew tiene un caballo tordo, llamado Mayonesa.
De repente, los caballos relincharon salvajemente. No entendí el motivo, así que acudí a calmarlos junto con mi esposa y mi hermano. Los caballos habían enloquecido, estaban piafando.
Agarré mi cabo y le tiré el lazo al cuello del caballo de Rowen. Furia estaba furioso, valga la redundancia. Lo atraje hacia el filo de la cerca, que llegaba hasta la mitad de mi pecho, y comencé a sobarle el lomo para tranquilizarlo. Luego Mayonesa también se exaltó, y tuve que repetir el mismo procedimiento. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo. En consecuencia, todos los caballos estaban alborotados.
Al instante, pude darme cuenta de que había una serpiente coralillo, la que los había asustado. Fui por mi machete y la partí a la mitad. Sin embargo, todos los caballos seguían nerviosos, y les costó poder calmarse.
Les dije a mis hijos que no era posible que los montaran. Ellos entendieron que los caballos no estaban listos. Sin embargo, cuando se calmaron, Mayonesa y Furia volvieron a tener encima a mis hijos.
Luego le dije a mi esposa y a mi hermano que fuéramos a dar una vuelta. Agarré mi caballo de raza Nokota, azul roano, llamado Zafiro, que tenía pensado vender en un cuarto de millón de dólares. Era un caballo joven, fuerte y costoso. Mi esposa montó su yegua azabache llamada Romina, y mi hermano su caballo castaño llamado, General. Llevamos las riendas cortas mientras espoleábamos a nuestros animales de forma ligera.
Paseábamos en perfecta armonía, los cuatro a un mismo nivel, como si el mundo se hubiera detenido solo para nosotros. La brisa danzaba entre nuestros cabellos, revolviéndolos con suavidad, mientras la alegría se dibujaba sin reservas en nuestros rostros.
-Amor -me dijo Hailey con tono sereno y firme-. Deja ya la queja. Últimamente te has estado lamentando demasiado por la mala economía, y por eso es que las cosas no te salen bien. Dios le da las mejores batallas a sus mejores guerreros. Quédate tranquilo; no todo te va a salir mal en la vida... seguro que, con el tiempo, todo va a mejorar.
Después, con esa chispa que la caracterizaba, pronunció las palabras que tanto solía decir:
-Chao. Adiós.
Acto seguido, espoleó con fuerza a su yegua, que lanzó un potente chasquido con sus pezuñas contra la tierra llana, de color negro con monte desaliñado. Mi hermano no tardó en seguirla, lanzando un grito vaquero:
-¡Yee-haw!
Su caballo aceleró de inmediato. Mis hijos también espolearon los suyos, galopando con fuerza y riendo. Yo los seguí, dejándome llevar por el momento. Corríamos como locos apasionados, como si el galope mismo pudiera arrancarnos las penas del alma. Solo teníamos que avanzar, solo eso, para que el cielo escuchara nuestras plegarias.
Hace más de un mes, estuve hablando por teléfono para ver avances del aparato Ena, cuyas siglas significan "Energía Neuronal Automática". No lo he olvidado, después de tantas citas -que seguro fueron muchas- recién pude acordarme que tenía neurólogo y psiquiatra. Digo la verdad: no recuerdo sus rostros; solo lo que mi neurólogo me dijo sobre mi enfermedad AATRA, y del psiquiatra recuerdo muy poco, casi nada.
Recién me enteré de que los casos de AATRA han aumentado de forma alarmante. Lo que antes parecía una enfermedad rara, casi irrelevante, hoy afecta a más de 200,000 personas en todo el mundo. No pude evitar recordar a aquel hombre de piel oscura, sin rostro reconocible, que alguna vez me atendió. Era un neurólogo, cuyo nombre ahora se me escapa, y me aseguró en su momento que apenas existían dieciocho casos confirmados. Dieciocho. Ahora ese número parecía una broma macabra.
El Ena en suiza -era una máquina gigantesca, con forma cuadrada, cuya función es analizar las fluctuaciones neurológicas y administrar la descarga necesaria para el tratamiento- se había convertido en la última esperanza para quienes padecíamos esta condición. Hasta hace poco, solo existían unidades hospitalarias en ese país, pero recientemente se lanzó una versión portátil, y sin pensarlo demasiado, la pedí directo desde un laboratorio suizo que consideré confiable. Usé mi tarjeta de crédito.
La entrega estaba muy demorada.
Llamé al servicio de atención al cliente, allí me confirmaron que el envío ya estaba en tránsito hacia mi domicilio.
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Editado: 29.10.2025