—Amelia—
Amelia caminaba de un lado para otro dentro de su departamento igual que un león enjaulado, estaba demasiado irritada; no podía controlar su rabia ni el mismo coraje que carcomía sus entrañas en esos momentos. Se sentía frustrada e incapaz de poder hacer algo frente a todo lo que le estaba pasando.
—¡Maldición! —vociferó con odio.
No solo había sido el hecho de haber perdido su trabajo o de haber malgastado su tiempo con un hombre que no la amaba, sino que, lo que más coraje le daba era saber que él se casaba.
“... ¡¿Casarme, yo?! Eso sería lo último que haría en mi vida. Jamás haré una estupidez como esa. ¿Cómo diablos se te ocurre preguntarme si quiero casarme contigo?”.
Esas habían sido las palabras de Edward hace ya más de un año.
La chica rodó los ojos, él no había querido casarse en esos tiempos, pero hoy, lo estaba haciendo con ella.
Se dejó caer sobre su cama boca abajo ahogando su llanto. Quería sacar todo lo que llevaba dentro, parecía una niña pequeña haciendo una rabieta. Sus movimientos continuos y sus sollozos prologados se hacían cada vez más intensos al grado de llegar a los gritos; así pasaron casi veinte minutos hasta que, finalmente, pudo controlarse, dejando al silencio como su único y fiel amigo.
Giró sobre su cama para después mirar al techo, perdiendo así, su mirada en la nada.
Su aliento se había acompasado a un ritmo tranquilo, suspiro un poco, su rostro estaba húmedo y pegajoso a causa de los restos de sus lágrimas que ya habían hecho su trabajo, y su fino maquillaje estaba corrido a través de sus ojos; su cabello enmarañado por tanto tallarse en la almohada estaba hecho un asco, eso, sin mencionar que tenía unas cuantas marcas alrededor de sus brazos debido a la presión que habían generado sus dedos al aferrarse a sí misma para oprimir el dolor de su pecho, aunque lo que más daño le había causado, no era el saber que Edward se estaba casando, sino más bien, era saber que lo había perdido todo.
Ni los golpes ni las palabras le dolían más que eso.
Ella jamás podría ni llegaría a ser feliz y ahora que Edward la había dejado, todas sus esperanzas se habían acabado. No tenía padres o familia cercana, solo se tenía a ella misma al haber crecido dentro de un terrible orfanato, siempre fue solitaria y aunque sí tenía un hermano, éste era como si no lo fuera. Tampoco tuvo muchas amigas y las pocas que obtuvo alrededor de toda su vida fueron desapareciendo por su egocentrismo y despotismo al usarlas y desecharlas cuando le convenía.
Nada de lo que ella había hecho hasta ahora le había servido, no había funcionado el coquetearle a Ayrton Palmer, mucho menos le sirvió de nada haberse acostado con el primogénito de esa familia, ni tampoco le ayudó el haberse enamorado de Edward, hombre, por el cual ella, literalmente estaba muriendo.
Suspiró cansada, hacer tanto alboroto por un simple matrimonio la había dejado más que agotada.
Ella había sido su amante durante mucho tiempo, sin embargo, no aceptaba no volver a serlo.
Rodó hacia su derecha y observó aquel cuadro fotográfico, en él un hombre de tez blanca, ojos negros y de porte serio y arrogante la miraba; él no tenía ni el mínimo gesto de pretender querer sonreír, pero al final de todo Edward estaba ahí, a su lado, mirándola de esa única forma en que siempre la vio.
Dejó de prestar atención al cuadro y se incorporó, se sentó en la orilla de su cama, parpadeó un par de veces, respiró hondo y antes de poder levantarse tomó una decisión que cambiaría su vida.
Si Edward Palmer no era para ella, no sería para nadie.
Al final de cuentas, la venganza era un plato que comía realmente frío.
La chica estaba por salir de su departamento cuando de pronto su teléfono sonó, no tenía ganas de contestar, sin embargo, la insistencia de aquella llamada la convenció.
—¿Cómo estás? —Fue lo primero que le preguntaron.
Ella rodó los ojos algo irritada.
—¡¿Cómo diablos conseguiste mi número?! —preguntó gritándole a la bocina.
—Soy socio de esa empresa, ¿recuerdas? Tengo acceso a la mayoría de las cosas. —Le dijo en un tono amable—. Lamento que te corrieran. —Su voz ahora sonaba apenada—. Sé lo mucho que ese trabajo significaba para ti, pero te juro que hice todo lo posible para evitarlo, pero es que ella... —Sebastián hizo una pausa—. Es difícil. Incluso ni el mismo Leonard pudo convencerla.