—Edward—
—¡Lara, Lara! —repitió Edward una y otra vez mientras golpeaba a puño cerrado la puerta de la habitación en la cual había entrado su esposa hace unos momentos con ese nuevo imbécil—. ¡Maldición, Lara! ¡Ábreme! —gritó fuertemente—. ¡¿Qué no me oyes?! Si no sales ahora, tiraré la puerta —amenazó, pero ella no respondió.
Lara estaba tan enojada que prefirió ignorarlo y hacerse de la vista gorda al estar escuchando como el hombre pateaba y golpeaba la puerta con todas sus fuerzas. Al principio se arrepintió, no quería hacerle lo que hizo, pero luego cambió de opinión al recordarlo con ella besándose.
—Por favor, Lara. Es la última vez que voy a pedírtelo. ¡Abre la maldita puerta! —gruñó más que molesto.
Edward se imaginaba de todo. Él jamás pensó que una simple escena como el ver a su esposa del brazo de otro hombre diferente a su hermano le hiciera perder por completo los estribos. ¿De dónde diablos ella conocía a ese estúpido sujeto? Se preguntó azotando una vez más la puerta. ¿Y por qué de todos los hombres, precisamente él?
—Señor. Por favor, cálmese. —Le dijeron a uno de sus costados.
El chico estaba descontrolado, mirar a Lara entrar de la forma más descarada a la habitación de un extraño le había hecho perder la cabeza.
—¡Es que tú no lo entiendes! —vociferó tacleando la puerta.
—Señor, por favor. Si no se calma llamaré a seguridad. —Le dijo el camarero al tiempo en que intentaba alejarlo de la puerta.
Edward volteo a mirar al sujeto de traje rojo.
—Mi esposa está ahí adentro. La ha secuestrado el idiota de esta habitación —aseguró con ojos enfurecidos.
El recepcionista bufo por lo alto, luego sacó la llave de esa habitación.
—Está bien señor Palmer. Voy a abrirle la puerta, solo... cálmese por favor. —Le pidió en un tono amable al reconocerlo.
El hombre estaba desesperado, tenía un coraje profundo en la boca del estómago y ahora que los encontrara juntos, ella y él iban a conocerlo enojado. Si Lara pensaba que él era el peor de los hombres, con mucha más razón le demostraría que esa palabra le quedaba muy corta.
Ella aprendería de mala gana que con él nadie jugaba.
Su pecho subía y bajaba apresurado ante los malditos celos que lo estaban matando.
—¡Date prisa! —ordenó impaciente.
Edward escuchó el seguro quitarse y sin esperar a que el recepcionista le abriera se adentró a toda prisa. Al estar dentro, se encontró con una ensordecedora quietud, no había ruidos o cosas extrañas en ninguno de los cuartos.
El chico miró a su alrededor, fue entonces que notó el gran lujo de esa habitación, el tipo parecía que también tenía dinero, aunque su aspecto, no lo ayudará.
—Carajo. —Se quejó escuchando como sus nudillos tronaban en la pared que había golpeado, a lo que el camarero solo lo miro desconcertado.
—Le dije que no había nadie —afirmó el camarero detrás de él—. Creo que solo confundió las cosas. Esta habitación fue desocupada hace un par de horas.
—¡Te equivocas! —gritó—. Acabo de verlos entrar. Sé que están aquí —refunfuñó furioso, revisando cada rincón de esa maldita habitación.
Fue entonces que, en ese momento la puerta de la entrada principal se escuchó, Edward de inmediato corrió a revisar, la entrada estaba cerrada, sin embargo, aquellos dos no habían sido tan listos como esperaban. Sobre el pasillo estaban marcadas sus huellas, prueba suficiente de que el chico no estaba mintiendo.
Edward elevó una de sus cejas mientras seguía con la mirada aquel rastro de agua, fue ahí que su ceño se frunció al recordarlos, ambos estaban mojados.
—Maldición. —Se quejó mientras pensaba de dónde diablos venían. ¿La playa, la piscina del hotel, una bañera? Chasqueó los dientes. No era tan difícil de imaginar que esos dos habían pasado un gran momento juntos.
Contuvo el aliento, cerró los ojos e intentó calmarse mientras tenía la vista puesta en el techo.
El camarero guardó silencio, minutos luego, lo miró regresar hacia el interior de la habitación.