Trataré de olvidarte

La Caída

La extinta banda, junto a Iván, regresaba en el autobús de la disquera a aquella ciudad que vio nacer al más prestigioso cantante de la época. Venían de hacer una presentación en vivo en una de las más importantes ciudades del país. Habían pasado más de dos años desde que la banda tocara en aquél local, y justamente los primos estaban conversando sobre eso.

—¿Se acuerdan de nuestra última tocada con Iván? –preguntó Luis

—No lo llames así, sabes que ahora se llama Adrián –refutó Jorge.

—Si van a pelear niñas, se bajan del autobús, vengo más que cansado y quiero dormir un rato –añadió Andrés de mala gana.

—Esa idea de Katrina de ponerle peluca rubia y lentes oscuros me pareció estúpida, y no hablemos del vestuario –dijo Luis.

—Sabes que lo hizo para protegerlo, aún era muy frágil para enfrentarse a este mundo, ¿no es cierto «Adrián»? –dijo Ignacio burlándose al decir el nuevo nombre.

—Ya déjense de esas cosas. No soy el único que lo hace. Hay una cantante que usa una peluca mitad blanca y mitad negra que le cubre la cara, y ni se mueve cuando canta –dijo Iván.

—Sí, creo que es británica –añadió Luis–. Regresando a mi pregunta, ¿lo recuerdan?

—¿Quién se va a olvidar de eso? El último día fue un desmadre, la forma como cantaba Iván sacaba a todo el mundo y no dejaba a nadie en las mesas, y como no cabían en la pista de baile, comenzaron a tirar todo para poder bailar –dijo Ignacio.

—¿Y el gentío esperando afuera? El dueño no sabía cómo meterlos para sacarles el dinero. Yo creo que esa noche se acabó todo lo que había, y terminaron bebiendo el agua del inodoro –añadió Luis.

—Y de seguro hasta la cobraba el dueño ja ja ja ja ja –dijo Andrés riendo a carcajadas.

—A mí lo que me parte es contratar un baterista para cada presentación –dijo de mala gana Ignacio.

—Bueno, y que quieres, desde que la princesa Jorge decidió ser sólo el representante, hay que chuparse esa mandarina –dijo Ignacio.

—¿Qué pretendían? Apenas tengo tiempo organizando giras, vigilando que no nos vean la cara, no tienen idea de lo que tengo que hacer. ¿En qué momento ensayo con ustedes? Tengo que vigilar los intereses de Adrián para que nosotros podamos vivir como lo estamos haciendo.

—Te juro que si le vuelves a llamar a Iván con ese nombre, te tiro por la ventana. No estamos en un lugar público, estamos reunidos como familia, así que deja de joderme –se quejó Andrés.

—No sé qué les cuesta llamarlo así, si la gente descubre su identidad, puede pasarle algo.

—Deja ya eso, ya él no es el hombre frágil que era, es un hombre como tú y como yo. Estoy cansado, y mucho. Deja el tema y hablen de cosas bacanas para que me duerma tranquilo.

—Pues las cosas no son así. Todo está basado en una imagen que el público conoce, y si se descubre que Adrián no es quién es, todo puede derrumbarse.

—¡Te lo advertí mil veces!

—¡NO ANDRÉS! –gritaron todos.

Ya Andrés tenía bien agarrado a Jorge, y antes que se acercara a una de las ventanas, el autobús se paró de repente cayendo todos al suelo. El chofer, visiblemente molesto, se acercó al grupo, les ordenó a todos que se sentaran y se paró al lado de Andrés.

—Ya con lo de tu madre tengo bastante. Acepté este trabajo para ocultar este secreto de familia, al final eso es lo que es, pero si no controlas tu impulsividad, los mando al carajo a todos, ¿entendieron?

—Sí tío Manuel –dijeron todos menos Andrés.

—Estoy esperando Andrés.

—Cómo digas papá –dijo en voz baja.

—«Cómo digas papá» un cuerno –dijo Manuel enojado–. Más vale que te comportes.

Manuel empezó a caminar hacia el asiento del conductor cuando Ignacio en susurros comentó:

—De tal palo, tal astilla

—¿Qué dijiste Ignacio? –preguntó Manuel dándose la vuelta.

—No, no, que tiene toda la razón.

Finalmente el autobús arrancó retomando la carretera. El silencio duró durante un buen rato, en el cual Andrés finalmente se quedó dormido. Luis se acercó a Jorge y comenzaron a hablar en voz baja.

—Debes entender, Andrés tiene el mayor peso de la banda. Está usando dos teclados para simular los instrumentos que a Iván le salen de la cabeza, y uno de ellos con un pequeño teclado encima. Es el que más le entra a la banda, es lógico que se moleste con facilidad.

—Pero mi punto es válido, ¿qué pasa si lo llamamos Iván delante del público?

—Lo máximo que pueden pensar es que ese es su segundo nombre, o que estamos llamando a alguien más. Además, fuiste tú y Katrina la que se le ocurrió esa apariencia de los 80, y eres tú el que hace todo para mantenernos escondidos, entonces, ¿De qué vale llamarlo por un nombre al cual no responde cuando lo llaman? Hasta contraste al padre de Andrés para el autobús y le estás amargando la vida al señor Salvatore con la contratación del percusionista.

—Lo hago por su bien.

—Lo hacías. Las multitudes ya no le afectan, ya han pasado dos años de tratamiento con psicólogo y Katrina ha sido un buen apoyo. Para de sufrir, primo.

—Sí, tienen razón, lo que pasa es que aún veo en él al Iván que saqué del psiquiátrico donde está mi hermano.

—Señoritas –dijo Ignacio–, hasta Manuel los está escuchando. Den gracias que Iván tiene los auriculares puestos con esa música de no sé qué.

—De relajación –aclaró Jorge.

—Cómo sea. Por cierto, ¿qué es lo que está pasando entre Iván y Katrina? Yo pensé que estaban bien.

—¿Por qué dices eso? –preguntó Jorge.

—No te hagas. Antes de salir en la gira, yo los escuché peleando, y no era precisamente por este viaje.

—¿Qué escuchaste? –preguntó intrigado Luis.

—Par de comadres. Parece mentira que seamos familia –se quejó Jorge.

—¡Ah, sí! Porque a ti no te gusta un chisme, metido –se defendió Ignacio–. Cómo si yo no te hubiese visto poniendo la oreja para saber que discutían.




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