Dylan abrió los ojos.
La oscuridad de la habitación, así como el sonido de los grillos fuera le dieron la tranquilidad que tanto necesitaba. Se levantó lentamente de la cama y con sus pies tocó el suelo. Estaba liso y frío. Claro, era madera. No esperaba otra cosa. Al levantarse, sintió el mareo instantáneo de moverse con rapidez después de estar quieto. Dejó que se le pasara y en cuanto recuperó el equilibrio, extendió uno de sus brazos y recorrió la cortina de la ventana para que entrara la luz del sol.
¿Qué hora era? Ya pasaba del mediodía y al parecer, Selina no lo había despertado.
En esos instantes, Dylan no traía playera. Acostumbraba a dormir sin ella desde que había vuelto al Triángulo, tiempo atrás. ¡Cómo extrañaba tener un calendario o un reloj que pudiera servir en aquella Isla!
Estaba delgado y tenía unos cuantos pelos en el pecho. Para tener casi veinticuatro años, si es que todavía los tenía, se veía joven. Apenas y le había crecido una barba notoria en el rostro. Su cabello, despeinado y corto, era el resultado de haber dormido profundamente.
—¿Selina? —musitó.
Aún tenía sueño. Haber estado recorriendo el valle de un día a otro lo había agotado más de lo que él había esperado.
Dylan salió de la pequeña habitación que constaba de una cama, dos mesas de noche y un baño. Todo tallado a piedra. Ese pequeño búnker les serviría de hogar temporal hasta que hubiesen encontrado a todos los toros que había en aquella zona. Una tarea que no era muy del agrado del muchacho, pero alguien tenía que hacerlo. Fuera del pequeño cuarto, había un pequeño pórtico de madera, con un techo de la misma, que cubría lo suficiente por si una lluvia amenazaba con caer. En aquél pórtico había un sillón viejo, y bastante limpio para serlo, donde había una mochila abierta, con un par de prendas en su interior, así como dos botellas de agua y una bolsa de frutos secos.
Era su mochila. La de Selina ya no estaba.
—¿Ahora a dónde fuiste? —musitó.
Estaba acostumbrado a eso. Ella, saliendo desde temprano a alguna zona cercana para explorar, mientras él, como todo buen joven adulto, se despertaba ya muy tarde para acompañarla.
Sonrió por unos instantes y se sentó al lado de su mochila para comenzar a poner todo en orden. Selina ya había hecho una parte. Colocar algo de ropa y comida para el trayecto de aquél día. Entró al búnker, tomó sus tenis favoritos, y después de ponérselos, salió nuevamente al pórtico para terminar de preparar sus cosas.
El búnker se encontraba en medio de un bosque frondoso. Rodeado por árboles de todos los tamaños, Dylan había decidido acudir a aquél lugar, no sólo por la tarea de contar animales, sino por la tranquilidad y paz que le brindaba el sitio. Si llovía, aquél bosque era el mejor lugar que podía tener la Isla.
El chico llevaba poco tiempo ahí, y poco era un término relativo. Dylan sabía bien que el tiempo avanzaba de diferente manera en el Triángulo, que en el mundo real. Él, más que nadie, lo había comprobado muchas veces en el pasado; pero a pesar de conocer tanto aquél dilema, no podía determinar con firmeza cuánto había transcurrido desde que entró a la Isla por última vez. Podían ser sólo días… o tal vez ya habían pasado varios años.
No lo sabía. No era importante saberlo.
Dylan suspiró. Era bueno estar en casa, por fin.
Un disparo alteró el silencio que había en el bosque. Dylan pudo sentir cómo varias aves, así como ardillas y quizás cervatillos, comenzaron una carrera por salvar su vida. Alguien había disparado un arma.
Sin perder más el tiempo, Dylan logró ponerse encima una playera de color mostaza, tomó la mochila para colgarla a su espalda, entró nuevamente al búnker y tomó la escopeta que había debajo de la cama. Después, echó a correr, dando un brinco en el último escalón del pórtico, y comenzando a correr por la maleza húmeda.
¿Quién había disparado? ¿Selina? Sabía que ella tenía un rifle, pero… ¿a qué le había disparado? ¿Cómo era que…?
El camino lleno de lodo y arbustos guiaba hasta la parte más recóndita del bosque, donde los árboles y pinos comenzaban a desaparecer y se convertía en un pequeño oasis, donde el río fluía con rapidez. Ahí estaba Selina, hincada, con ambas manos dentro de la corriente de agua.
—¡Selina! —la llamó Dylan—, ¿qué pasó? ¿estás bien?
—Silencio —musitó ella.
La chica llevaba unos pantalones vaqueros de color negro, con múltiples hoyos tanto en el muslo como a lo largo de la pierna, lo cual era normal. A ella le gustaba usarlos así. Encima, llevaba una blusa café, con ciertos rasguños del mismo modo. Su cabello, castaño oscuro y peinado en una trenza solida, cada por su espalda.