Travesuras del Corazón.

03.

Yo pensaba que el mármol importaba, que los cuadros de firma, los jarrones traídos de Italia, las lámparas de cristal, todos aquellos lujos hablaban de que tipo de persona era, que mientras más perfectas las cosas, más claro era el mensaje de lo perfecta que era mi vida. Ese era mi pensamiento…Hasta que Leo llegó a mi vida.

En día de tres días me enseñó que una mansión puede ser todo menos un hogar.

Ese día por la tarde, después de dejarlo dormir la siesta, decidí llevarlo a recorrer la casa. Pensé que sería una especie de visita guiada: yo hablaba, él escuchaba, todo fluía con orden y lógica.
Pero no.

—¡¿Wow tienes un ascensor?! —gritó apenas vio el panel de botones junto a la escalera de caracol.

—Sí, pero es más seguro que uses las escaleras.

—¡Genial! —Ignoró por completo mi advertencia y pulsó botones como si fuera un videojuego y sé adentro a la caja metálica.

El ascensor empezó a subir y bajar sin control, yo corría detrás del ascensor por las escaleras con el alma colgando en la mano, y lo peor de todo es que Leo solo me sonreía desde el interior. Cuando finalmente logré detener el ascensor salió corriendo de este hacía las demás puertas.

—¿Y qué hay ahí? —preguntó, señalando una puerta con cerradura digital.

—Esa es mi oficina, preferiblemente no entres allí.

—Ajá. ¿Y allá?

—El gimnasio.

—¿Y eso?

—El cuarto de meditación.

—¿Meditas?

—No, pero dicen que da prestigio tener uno. —giró su cabeza hacia un costado.

—¿El prestigio se come? —negué con la cabeza.

—No se come, es, es algo complicado de explicar. —se encogió de hombros y se fue en la dirección opuesta.
Entró al gimnasio, probó la caminadora, se subió a la bicicleta, casi se golpea con una pesa, estaba a punto de perder el cabello en un ataque de estrés, ¿todos los niños eran así? Luego fue a la sala de cine, encendió el proyector sin saberlo y puso en pantalla gigante una videollamada que estaba abierta por error, al divisar bien la imagen vi a mi socia en paños menores con una copa en la mano, casi muero.

—¿Eso también es un televisor? —me preguntó curioso, mientras yo cerraba el portátil a toda velocidad.

—No. Eso es… un problema.

Lo llevé al jardín para que quemara energía, pero solo cinco minutos después ya había metido medio cuerpo en la fuente, sacado una rana y dicho que quería quedársela de mascota. Cuando le dije que no, me miró como si acabara de arruinarle la vida.

—¿Por qué no puedo tener una rana? —gritó frustrado llevando ese asqueroso animal frente a mi cara —Es muy bonita. —Hice cara de asco.

—Porque esta casa no es un zoológico.

—¿Y entonces qué es? —Una colección de cosas caras, espacios que no usaba y habitaciones vacías.

—Mi hogar.

—Es muy triste para ser un hogar, hay muchas cosas pero no hay personas, eso es triste.

—A mi me parece perfecto. —Asintió un poco inconforme y siguió el camino.
Subimos al segundo piso, él iba delante, mirando todo, detallando todo, tocando todo hasta que llegamos al único punto al que no debí llevarlo.

El salón azul.
Mi maldito “salón azul”. Un espacio al que nadie entraba excepto el personal de limpieza, una vez por semana. Estaba decorado con una pieza central: una escultura contemporánea en vidrio y cerámica, una especie de espiral retorcida que supuestamente representaba la evolución del alma, me costó cuarenta mil dólares y nunca entendí qué significaba, pero en el centro de esa habitación lucía más que perfecto.

—¿Puedo tocar eso? —hablo empujándolo con su mano.

—¡No! Leo, espera —Fue demasiado tarde. Lo vi todo en cámara lenta, sus deditos empujando, su pie mal puesto. la escultura cayendo lentamente y el ¡crash! seco, rotundo, que me hizo cerrar los ojos.

La escultura yacía en el suelo, hecha trizas.

—Ups —dijo tapándose su boca con las manos. Me llevé la mano a la frente, no grité, no pude. Él me miró, con la cara pálida, esperando el regaño, el castigo, la expulsión de la casa o algo.

—Perdón. Yo… yo no quería. —Me agaché. Empecé a recoger los pedazos con las manos, en silencio, él se arrodilló a mi lado y también empezó a juntar fragmentos.

—No toques nada, puedes cortarte. Ten cuidado —dije sin mirarlo
—Costó mucho, ¿no? —Asentí.
—Sí. Pero eso no importa, solo era vidrio. —Lo miré entonces, tenía una cortadura pequeña en el dedo. Nada grave, pero sangraba un poco.
Corrí por el botiquín, lo saqué de aquella habitación y limpié la herida, le puse una curita de dinosaurios que encontré en un cajón viejo.
—¿Vas a echarme? —preguntó bajito. —Un nudo se formo en mi garganta

—No, Leo. No te voy a echar.

—¿Aunque rompa cosas?

—Aunque rompas todo.

—¿Aunque te saque canas?

—Ya tengo varias, no te preocupes. —Sonrió un poquito y yo también.




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