Algo que descubrí la primera semana viviendo con Leo fue que necesitaba una niñera con urgencia. En mi mente, el contratar una niñera no era muy distinto a negociar con tiburones, solo que los tiburones, a diferencia de las niñeras, no huyen gritando cuando ven a un niñ|o disfrazado de dinosaurio con ranas en las manos.
Consideré seriamente quitar la fuente del patio y contratar un exterminador de ranas, pero al ver su sonrisa no me sentí capaz de aquello.
Llevaba apenas unos cuantos días con Leo y ya sentía que la vida me estaba cobrando todas las cosas malas que alguna vez hice, todas las canas que le saque a mi difunto padre, todo el estrés que le causé a mi madre.
Nadie me enseñó a lidiar con pequeños, mucho menos a ser padre, mi cabeza no soportaba preguntas cada cinco segundos,manchas de jugo en mi camisa de marca o tener juguetes de plástico metidos en mi zapato izquierdo justo cuando iba saliendo a una reunión.
Así que tomé una decisión práctica, empresarial. Como todo en mi vida.
Necesitaba ayuda y contratar lo antes posible a una niñera era lo más lógico, lo más sensato.
—¿Estás seguro? —me preguntó mi abogado por teléfono cuando le conté la idea —¿Tú? ¿Con una niñera? ¿Una mujer viviendo contigo?
—¿Y cuál es la alternativa? ¿Que Leo convierta mi oficina en un castillo de cartón? No quiero tener que llevarlo a la oficina, ya de por sí es difícil trabajar con él desde casa.
Para el día siguiente me encargué de mi dilema, llamé a una agencia de confianza, la misma que siempre enviaba empleados a mi empresa y les pedí una mujer con experiencia, discreción, buen carácter. Todo lo que yo no tenía, básicamente, pero, olvidé que Leo también era parte del proceso, y Leo no entendía de protocolos.
La primera niñera llegó a las ocho en punto, se veía muy profesional, cabello recogido, traje beige, una voz de anuncio de medicina para relajar, a mi parecer la niñera perfecta.
Duró exactamente siete minutos.
Justo cuando empezó a hablar de disciplina positiva, Leo soltó una flatulencia accidental, o no tan accidental, y luego se rió como si acabara de descubrir el mejor chiste del mundo. La niñera se fue sin mirar atrás.
La segunda preguntó si había cámaras de seguridad, asentí sin mostrarle los puntos en los que se encontraban, dijo que no le gustaban los niños “demasiado activos” y salió huyendo después de que Leo le preguntó si había visto alguna vez a una rana bailar, y le mostró cómo bailaba una que encontró en patio.
—Eso no se pregunta, Leo.
—¿Por qué no? ¡Baila genial, tiene buenos movimientos!
La tercera, esa fue la peor entrevista, duró exactamente dos minutos. Entró, vio la escultura rota aún sin recoger del todo, a Leo usando mi corbata en la frente y mi saco de capa mientras saltaba en los sofás, y a mí intentando armar una tostadora nueva.
Dijo que el ambiente no era “compatible con su energía espiritual”, yo ni siquiera supe qué significaba eso.
Para la cuarta entrevista ya había perdido la esperanza, estaba considerando pedirle a mi asistente que se mudara conmigo a tiempo completo.
Fue entonces cuando llegó ella, con un bolso enorme y coloridos, un mechón de pelo rosa y otros mechones de diferentes colores, un pantalón azul cielo, una blusa verde, botas de lluvia naranja y una chaqueta roja, tenía una sonrisa de oreja a oreja, de esas que da miedo.
—¿Señor Beaumont? —preguntó mientras se sacudía las gotas de lluvia de la chaqueta.
—Sí… adelante. ¿Lía Salazar? —enarque una ceja mirándola de arriba a abajo. No era el mejor aspecto para una entrevista de trabajo.
—La misma que viste y calza.
Le estreché la mano. Tenía el agarre más firme que un abogado litigante, sin esperar a que yo le indicara nada, entró y miró alrededor con curiosidad hasta que dio con el niño.
—Hola, ¿Tu eres el pequeño ser de luz que necesita compañía? —Leo se encontraba sentado en el suelo, con una espada de cartón en la mano y mi corbata en la cabeza, su uniforme de caballero andante, según él.
—¡Hola! —gritó sin mirarla mucho —¿Sabes luchar contra dragones?
—Claro —respondió ella, como si fuera lo más obvio del mundo—Pero solo si me das una galleta primero, no lucho con el estómago vacío.
Leo levantó la vista, se le quedó mirando, la evaluó detenidamente y luego se levantó, corrió a la cocina, y regresó con un paquete de galletas abierto.
—Trato hecho —dijo, entregándoselas. Lía se sentó en el suelo, cruzó las piernas y empezó a comer como si estuvieran en un picnic.
Yo... los observaba desde la escalera, un poco horrorizado y fascinado a la vez.
—¿Tiene alguna experiencia previa? —pregunté, intentando recuperar el control.
—Sí. He trabajado con niños desde que tengo diecisiete. Tengo referencias, algunos diplomas. Y… una cicatriz en la ceja gracias a una batalla con pistolas de agua. —Leo soltó una carcajada.
—¿Qué busca en un trabajo así?
—Sinceramente… algo que me saque de la rutina. Me gusta el caos, las casas que no huelen a desinfectante, y los niños felices, los que no se quedan callados por miedo, si usted es de esos hombres que sólo quiere silencio y que su hijo se comporte como un robot mejor le digo de una vez que no soy su niñera. —No supe qué decir. No era lo que había buscado, ni lo que había imaginado. Pero Leo ya estaba enseñándole dónde escondía sus “tesoros secretos” debajo del sofá, y ella se reía y trataba sus objetos como si fueran diamantes de verdad.