Sabía en lo que me estaba metiendo, bueno, más o menos. Sabía que cuidar niños traía consigo caos, mocos, preguntas raras tipo “¿por qué los gatos no hablan?” y dibujos en las paredes. Sabía que me iba a ensuciar, a correr, a agotar, lo había hecho antes, muchas veces. Pero lo que no sabía era que terminaría trabajando para Adam Beaumont, el hombre más amargado, correcto y tieso y elegantemente amargado que jamás pisó la Tierra, y eso que había conocido al portero de mi antiguo edificio, que se quejaba hasta de los pajaritos.
Desde el primer momento supe que Adam era de esos que tienen un cajón exclusivo para los cables y que guardan las instrucciones de cada electrodoméstico como si fueran oro, de esos que limpian los controles remotos con alcohol, de los que acomodan los libros por color y por autor, y luego se enfurecen si uno queda un centímetro chueco, cada rincón impecable, cada objeto perfectamente alineado, todo en silencio como un catálogo de revista cara.
Y ahí, en medio de tanto orden y perfección, estaba Leo. Un niño de seis años con la risa más escandalosa del mundo, las manos más sucias y un corazón más grande que la mansión. Leo no necesitaba una casa elegante, necesitaba a alguien que se tirara al piso con él, que hiciera voces raras cuando le contaba cuentos, que aceptara una guerra de almohadas y que no lo mirara como si molestara cuando solo quería jugar.
Acepté el trabajo sin pensarlo dos veces, no por el sueldo, que no estaba nada mal, sino porque algo en ese niño me pedía quedarme, como si él también estuviera buscando a alguien en quien confiar y que no lo abandonara a la primera.
El primer día ya me había ganado su confianza. El segundo, nos hicimos cómplices, y el tercero bueno, el tercero fue un desastre, metió la rana en el lavamanos, entre otras cosas.
Todo comenzó con una idea brillante, una que dejó serias consecuencias.
—¿Y si hacemos una pista de obstáculos? —propuso con una carita de ternerito que fue imposible de resistir.
—¿En el jardín? —me asomé al gran ventanal viendo el hermoso dia que hacia afuera, el sol estaba en su punto más alto.
—¡No! ¡Adentro! Aquí hay más espacio y no hay sol. El sol da calor y el calor da sed, y si tengo sed me distraigo. —No tuve argumentos, así que dije acepté su propuesta y en cuestión de minutos, la sala principal se transformó en campo de guerra.
Pusimos almohadones por todas partes, una escoba como lanza, dos sábanas colgando entre sillones, y yo, por razones que ni yo entendía, terminé con una media corbata de Adam atada enmi cabeza como una banda de guerra.
Leo saltaba, gritaba, rodaba por el piso y yo lo seguía, muerta de risa. Era un caos hermoso… Hasta que Adam llegó.
Escuché la puerta cerrarse, no fue un portazo, él no daba portazos, entraba como los mayordomos de película, silencioso, elegante, con ese aire de “nadie respira sin mi permiso”.
Y se quedó parado en el umbral de la puerta, con su traje perfecto y el ceño más fruncido que un acordeón, no sabía si de sorpresa u horror, mirando todo el panorama.
A sus pies: el campo de batalla.
Almohadones por doquier, una lámpara caída, Leo cubierto de harina y yo…con su corbata aun en la cabeza, claro, para completar el cuadro, la alfombra persa de quién sabe cuántos ceros, la bendita alfombra persa, llena de manchas de jugo de uva.
Todo se quedó en silencio por unos segundos, un silencio como de pelicula de terror antes que el mano saque el cuchillo y persiga a todos en el cuarto.
—¿Qué es esto? —preguntó con una voz tan calmada que daba más miedo que si hubiera gritado. Pensé en decir algo técnico, como “estimulación motora creativa”, o “dinamica lúdica” algo super guay, pero solo me salieron balbuceos.
—Eh… juego.
—¿Juego? —enarco una ceja.
—Sí. De los buenos. —Carraspeó y empezó a caminar con elegancia, parecia una pantera ofendida. Se agacho un poco para levantar la lampara y se quedo mirando fijamente la bendita alfombra.
—¿Eso es…?
—Jugo de uva natural. Antioxidante, alto en vitamina c y muy saludable, si le interesa. —No sonrió, ni siquiera un poquito, Leo se escondió detrás de mí y lo sentí temblar un poco, ahí supe que tenía que abrir la boca antes de que todo se fuera al carajo.
—Señor Beaumont… —empecé a hablar —sé que esto parece un desastre, y en parte lo es, pero Leo se rió, jugó, corrió, me pidió más, y sinceramente, prefiero limpiar una alfombra que ver a un niño triste y en silencio, él no necesita una casa perfecta, necesita vivir y yo sé acompañarlo en eso. —Lo solté todo sin filtro, no sabía si me iban a echar o si iba a tener que pagar esa alfombra en cuotas por los próximos cien años de mi vida..
Él no dijo nada. Solo caminó hacia Leo, le limpió la cara con un pañuelo de tela y lo miró fijamente
—¿Te divertiste? —Leo asintió, todavía con miedo. Vi a mi jefe super gruñon soltar el aire un poco más relajado.
—La alfombra es reemplazable, tú no. —Y en ese momento lo miré diferente. No como el hombre amargado que pensaba que era, sino como un hombre que, con todas sus rarezas, queria de verdad a su hijo.
Después del desastre, cuando Leo cayó rendido en su cama, me quedé un rato en la cocina, tomando una taza de té, Adam entró sin avisar se sirvió un vaso de agua y se quedó parado ahí, como si no supiera si hablar o no.