Lia definitivamente no era el tipo de mujer que uno espera encontrar en una mansión, ni por su risa escandalosa, ni por sus medias desiguales, ni por su costumbre de cantar mientras lavaba platos como si no tuviera idea de que su horrible voz viajaba hasta mi oficina, y sin embargo, ahí estaba, todos los días metida en mi casa, en mis espacios, en mi rutina.
Lía Salazar, la niñera, la mujer más caótica que había conocido, con una sonrisa que llamaba al caos y al desorden y un carácter que desafiaba mi tranquilidad.
No me caía bien, o al menos eso me repetía cada vez que la escuchaba reír en la cocina mientras Leo le pedía más galletas, cada vez que usaba mis manteles caros como capa de superhéroe para el niño, cada vez que tomaban la merienda y dejaban migas de comida en mi costoso sofá blanco, o se quitaba los zapatos en el jardín y caminaba descalza como si el mundo fuera suyo, o como si no supiera las infecciones que aquello podía traerle.
Era un caos andante, aún así, no podía evitar buscarla con la mirada, esperar a ver qué haría después, adivinar de qué se reiría después.
—Buenos días, jefe del universo —me saludó una mañana, entrando en la cocina mientras yo leía el periódico —¿Ya salvó el mercado bursátil hoy o todavía no?
—Apenas estoy con el café —le respondí sin levantar la vista.
—Entonces aún hay esperanza para la humanidad. —Se sirvió un jugo, dejó el vaso en la orilla de la encimera, casi al borde aun sabiendo que aquello sí que me molestaba e intentaba sacarme de mis casillas.
—¿Podrías no dejar eso ahí? Se va a caer.
—¿Y si no cae? —replicó riendo.
—Va a caer. —afirmé tratando de mantener la calma.
—¿Y si esta vez, la gravedad decide tomar vacaciones? —Rodé los ojos por su ocurrencia y la vi sonreír de oreja a oreja, como siempre lo hacía, como si supiera que por dentro, yo también estaba sonriendo un poco.
No me gustaban ni un poco sus bromas, de hecho, no las soportaba, me sacaban de mi zona de confort, me desordenaba el pensamiento, me hacían decir cosas que no solía decir, simplemente me sacaba de mis casillas, aunque
Tenía algo en su forma de ser tan jodidamente auténtica y eso, maldita sea, me molestaba aun mas, era fastidiosa, escandalosa, todo lo que un hombre no quiere en su vida.
Una tarde luego de llegar de la oficina la escuché reír a carcajadas con Leo, me acerqué a donde estaban sin hacer ruido, la puerta estaba entreabierta y los vi, ella lo tenía en brazos, girando como un trompo mientras él gritaba de la risa.
—¡Más rápido, Lía! ¡Hazlo otra vez!
—¿Qué te crees? ¿Que soy una super lavadora en modo centrifugado? —A pesar de lo que dijo, empezó a girar mucho más rápido, Leo rió tanto que se le fue el aire. Ella lo sentó en el suelo y lo abrazó, agitada.
—¿Sabes qué, Leo? —le dijo, con la voz aún entrecortada —
Si alguna vez me despiden por hacer locuras contigo, vas a tener que contratarme tú cuando seas millonario.
—¡Seremos socios! —gritó él. Me alejé antes de que me vieran y me sorprendí sonriendo solo como un idiota. Como un idiota feliz.
Esa noche, cenamos los tres juntos como cosa rara, desde que Lia empezó a cuidar a Leo ya no veía necesario sentarme en la mesa con ellos, pero esa noche Leo fue bastante insistente en que los acompañara a cenar. Lía sirvió una pasta que parecía hecha a las carreras pero sabía a cielo. Mientras cenábamos Leo no dejo hablar ni un solo segundo, no paraba de contar historias que parecían no tener fin, y ella, ella lo miraba como si fuera un tesoro invaluable,con una ternura de esa que no se aprende, una ternura que florece por sí sola.
—¿Puedo decir algo? —preguntó ella de pronto, levantando un dedo como si estuviera en clase.
—¿Podrías evitarlo? Preferiría no escucharte.
—No. —Sonrió —Solo quiero decir que esta casa da miedo, todo es tan perfecto que parece que si uno respira fuerte va a romper algo y algunos pasillos son tan frios que parece que en cualquier momento saldrá un espanto.
—Porque es una casa ordenada, una casa elegante.
—No, Adam, es rigidez.
—Es estructura, es perfección…
—Es soledad disfrazada de elegancia. —interrumpió. La miré fijamente, ella no bajó la vista, nunca lo hacía.
—¿Y tú cómo sabes de eso?
—Porque viví sola mucho tiempo y también fingía que me gustaba. —todo se quedó en silencio, ni siquiera Leo interrumpió y por alguna razón no quise que hablara él hablara, quería quedarme en ese momento, viéndola, escuchándola, intentando entender cómo una mujer tan simple podía decir cosas tan certeras.
Después de acostar a Leo, la encontré en la sala, recogiendo juguetes sin que nadie se lo pidiera.
—No tienes que hacer eso —le dije.
—Lo sé. Pero si tú pisas un bloque de construcción a las tres de la mañana, no quiero ser la responsable de tu grito. —Solté una carcajada. Ella me miró sorprendida.
—¿Eso fue una risa? ¿Adam Beaumont sabe reír?
—Solo a veces, con ciertas personas que me caen bien y en ciertas circunstancias. —No supe por qué lo dije, ni siquiera lo pensé solo salió de mi boca. Ella se quedó quieta. Con una mano sosteniendo una nave espacial rota.