Travesuras del Corazón.

07.

Nunca pensé que llegaría el día en que tendría que escribir un reporte de pérdidas, tener que atender una video llamada y contestar mis correos mientras esquivaba un tiranosaurio de plástico que rugía desde mi escritorio.
Pero ahí estaba.
En medio de una junta por videollamada con inversionistas coreanos, con Leo a mi lado rugiendo como un velociraptor, y no, no estaba preparado para eso, ni emocional, ni mental, ni espiritualmente.

Todo empezó esa mañana, cuando Lía llamó para decirme que tenía fiebre, fiebre, escalofríos, dolor de garganta. Todo el combo.

—Tengo fiebre —dijo completamente congestionada —El termómetro parece que quiere romper récord, no puedo levantarme. De verdad no quería fallar, pero no puedo con mi alma.

—¿Estás bien?

—Parezco un zombi, uno deshidratado pero nada grave, solo hoy no puedo cuidar al pequeño destructor. —Suspiré pesado. No porque dudara de su palabra, confíaba en Lía, pero era martes y los martes eran los peores días de la semana.

—No te preocupes —respondí, tratando de no entrar en pánico —Descansa. Yo me encargo. —“Yo me encargo”, dije. Qué tonto.
Tenía tres reuniones, dos firmas de contratos y una presentación ante la junta directiva, ¿como me iba a encargar?, no tenía idea.

Colgué y me quedé mirando a Leo, estaba sentado en el suelo de la sala rodeado de dinosaurios viendo caricaturas, con un pijama de rayas, usando mis calcetines como guantes y una caja de cereal sin abrir en la cabeza mientras comía una manzana.

—¿Qué haces?

—Estoy entrenando a mis tropas. Hoy invadimos el sofá.

Mi primera idea fue dejarlo en casa con alguna persona del personal de limpieza, pero apenas lo insinué, Leo abrió los ojos como si acabara de decirle que iba a venderlo en una subasta.

—¡No! ¡No quiero quedarme con la señora que limpia! ¡Ella me da coliflor y me hace callar cuando hablo de dragones! —tenia ganas de ahorcarme con la corbata.

—Cambio de planes. Vas a venir a la oficina conmigo. —Me miró como si le acabara de anunciar que nos íbamos a la luna.

—¿En serio? ¿Puedo ir contigo al trabajo? —Asentí aunque muy dudoso. Salió corriendo, literalmente, {e lanzó al clóset de su cuarto y salió con una camiseta de Batman, dos calcetines distintos y un peine que nunca tocó su cabello.

Yo sabía que era una mala idea, lo supe desde el primer momento, pero era eso o dejarlo con alguien que no tenía idea de cómo tratarlo y aunque no me creía el mejor padre, al menos era su padre.

Llegamos a la oficina media hora después, Leo estaba fascinado con el ascensor panorámico.

—¡Se ve toda la ciudad! ¿Tú mandaste a construir este edificio?

—No, Leo. Pero soy el dueño.

—¿Eso te hace el jefe de los ascensores?

—No exactamente.

—¿Y de los baños?

—Tampoco, soy el jefe de toda la empresa y de las decisiones importantes.

—¡Entonces dime una decisión importante!

—Traerte aquí. —Me miró muy sonriente y sentí que había dicho lo correcto en el momento correcto.
Mi oficina, como siempre, estaba impecable, piso de madera perfectamente pulido y encerado, estanterías oscuras, sillones de cuero, ventanales amplios que daban vista al horizonte, todo en su lugar.

Le di a Leo una libreta, unos colores, una cajita con galletas, le puse mi saco de traje como manta porque el aire acondicionado estaba frío, le expliqué que debía quedarse en la silla, le pedí con mucha seriedad que no interrumpiera y él asintió a todo, como si estuviera en un juicio.

—Prometo portarme bien, papá. —“Papá.” A veces lo decía tan fácil que se me olvidaba cuánto pesaba esa palabra en mí.

La primera media hora fue un milagro. Leo dibujó, tarareó bajito, se comió una galleta y yo me engañé pensando que todo iba a salir bien, pero entonces alguien mencionó la palabra “riesgo financiero” en la videollamada y Leo saltó de la silla.

—¿Riesgo? ¿¡Riesgo de qué!? ¿¡Hay dinosaurios sueltos!? —Los inversionistas coreanos no entendieron nada, pero uno sonrió, yo solo acate a apagar mi cámara.

—Leo, baja la voz —susurré —No hay dinosaurios.

—¿Cómo que no? ¿Entonces por qué dicen que están en riesgo?

—Es una forma de decir que… algo no va bien con el dinero.

—¿Y por qué no dicen eso? ¡“Algo no va bien con el dinero”! ¡Eso sí se entiende!

—Solo haz algo allí y déjame terminar mi trabajo. —Puso sus dinosaurios sobre la mesa de juntas, dibujó volcanes en una hoja membretada, y se quitó los zapatos en el sofá como si fuera su cama.

Colgué la llamada diez minutos después, sin terminar de explicar nada y cuando volví al escritorio, Leo estaba organizando sus dinosaurios por tamaño sobre los informes trimestrales.

—¿Qué haces?

—Los estoy entrenando. Este es el líder, este el que ruge más, este se come los errores de los adultos. —habló señalando a cada uno

—¿Los qué?

—Los errores. Como cuando tú dices cosas que no entiendes ni tú mismo, es ese —señaló un triceratops verde —se los come. —No sé si fue el estrés o simplemente resignación, pero me reí a carcajadas.




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