Travesuras del Corazón.

09.

Nunca fui bueno con eso de mantener las luces encendidas en la noche, durante años me acostumbré a la quietud, creía que la paz en mi casa se conseguía apagando las luces, cerrando las puertas de mi despacho y confiando en que nada ocurriera tras los muros.

Esa madrugada, sin embargo, mi rutina perfecta se rompió cuando escuché ese grito en mitad de la noche, fue tan suave que casi no lo escuché, pero lo suficiente para disparar mi corazón, me tomó unos segundos entender que no era un sueño, no era mi cabeza jugándome una broma, era real.

Era Leo.

Me levanté de un brinco, con la mente en alerta, y crucé el pasillo medio a oscuras, sin acordarme de poner las pantuflas, la casa estaba completamente en penumbra y me golpeé mentalemnte por dejar la habitación de Leo tan retirada de la mía.

Al empujar la puerta de la habitación de Leo, lo encontré sentado en la cama, el cabello revuelto y la cara pálida, con los ojos húmedos, los puños apretados contra las sábanas y el cuerpo temblando.

Él no lloraba a gritos; lloraba en silencio, de ese llanto que se contiene porque ya se aprendió, de alguna forma injusta, que molestar de noche es pecado, que se debe llorar en silencio para no despertar a todo el vecindario, que llorar a oscuras es más seguro que pedir ayuda.

Me quedé de pie junto a la cama, mirándolo. Sentí que algo dentro de mí se quebraba, ese niño, mi niño, estaba asustado y solo en la oscuridad. Me arrodillé y posé una mano en su espalda, suave, con mucha torpeza, no me habían consolado de chico y no sabía exactamente cuánta cercanía podía brindar.

—Leo… —Al principio se quedó rígido, completamente tenso, sus ojos me buscaron enseguida y, cuando me vio, fue como si algo cambiara, se dejó caer en mis brazos como si me hubiera estado esperando toda su vida sentí que me pedía ayuda sin poder decirlo, y supe que no había elección, sólo un deber de quedarme.

Se acurrucó en mi pecho, con los pies aún bajo la sábana y la nariz mojándome la camisa, lo abracé firme, con fuerza y me quedé así, en silencio respirando con él, empezó a sollozar de verdad, con mucha fuerza, un llanto desgarrador que por poco me hace llorar tambien. Hubo un instante en que recordé mis propias pesadillas de niño: la oscuridad de cada cuarto desconocido donde llegaba, el sonido del viento golpeando con fuerza contra las ventanas, esa sensación de abandono que te susurra que nadie vendrá por ti, que nadie te quiere cerca

Le había prometido a Leo que todo estaría bien, pero en el fondo sabía que el consuelo no es una promesa, sino una presencia. Me acomodé en el borde de la cama, permitiéndole hundirse en mi pecho, sentirlo tan tembloroso contra mi me hizo recordar que mi nuevo papel de padre no venía con manual de instrucciones, era un papel que debía improvisar con abrazos, con voz suavecita, y con la firme convicción de no apartarme de él.

Su llanto finalmente cesó, aun asi segui acariciando su espalda con suavidad, sintiendo un ligero hipo, normal después de llorar por mucho tiempo.

—Soñé que me ibas a dejar, papá —susurró con voz temblorosa y lágrimas bajando por sus mejillas.

Esas palabras fueron como un puño directo al estómago y al corazón, tragué saliva y forcé palabras; escogí las más simples, las que él pudiera entender sin confusión.

—Nunca, Leo. Nunca me iría, aunque haga frío, aunque caigan monstruos en la ventana, aunque llenes toda mi casa de salsa y jugo, aunque la tierra se abra en dos, siempre voy a estar aquí, siempre voy a estar contigo

Sus hombros se relajaron un poco y, sin pensarlo, acaricié su mejilla, sacándole una gota de llanto. Recordé las veces en que mis padres me dejaban solo, o simplemente me llevaban a casas de mujeres que decían cuidarme bien pero me encerraban en un pequeño lugar oscuro, la soledad de las casas vacías y el ansia de que alguien regresara para ayudarme.

Pensé en lo diferente que era en ese momento mi vida, la habitación, las paredes, ese niño que no me soltaba de alivio al escucharme. Me di cuenta de que aquel miedo suyo era un espejo de mis propias heridas, y que consolarlo significaba, en cierto modo, curarme.

—Pero mamá lo hizo —aquella sola frase, tan corta, tan rota, fue más fuerte que cualquier otra cosa que hubiera escuchado antes.

Tragué saliva, le acaricié el cabello, no sabía qué decirle pero entendí que a veces no hace falta decir nada que basta con estar, con quedarse.

—No soy tu mamá, Leo. Y no soy perfecto. Pero me tienes aquí. ¿Sí? —Asintió con la cabeza sin mirarme, pero se apretó más contra mí y eso fue más que suficiente.

Estuvimos así por un rato, La casa seguía en calma, pero dentro de mí todo se movía, sentía que ese niño estaba curándome algo sin saberlo, que con su miedo me estaba enseñando a ser valiente porque eso es lo que hacen los niños sin querer, te enseñan a amar sin defensas, te enseñan a estar aunque no sepas cómo, aunque tengas miedo también.

—¿Puedo dormir contigo? —preguntó en voz bajita, como si no quisiera incomodarme.

—Claro que sí.

Cuando al fin se quedó dormido, abrazado a mi pecho como un frágil recordatorio de porcelana, lo cargué, tenía el cuerpo flojo, el aliento cálido contra mi cuello, las manos aferradas a mi camisa como si temiera que desapareciera.




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