No tenía planes para ese domingo, y cuando digo “no tenía”, era exactamente eso, no había correos que contestar, ni reuniones por adelantado, ni llamadas que evitar, solo una mañana de domingo tranquila, o eso creía.
Me desperté más tarde de lo habitual y para mi sorpresa, no fue la alarma la que me sacó del sueño, sino el olor a chocolate… y a desastre.
Desde el cuarto pude escuchar las risas de Leo y Lía, Lia había llegado más temprano de lo usual y Leo decidió despertar mucho más temprano de lo habitual.
Baje a su encuentro usando un ropa deportiva, sin corbatas, sin camisas de cuello alto, algo ligero y los encontró intentando preparar “el mejor desayuno del mundo” sin avisarme, la cocina estaba en caos, había tazas a medio lavar, migas de pan sobre la encimera, la voz de Leo canturreando una canción inventada mientras Lía servía waffles con pedazos gigantes de durazno y algo de frutos rojos.
No dije nada, me limité a apoyarme en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y una ceja levantada, mientras observaba cómo ellos dos creaban estaban en su propio mundo de jarabe de maple y risas.
—Buenos días, señor perfecto —me saludó Lía con una sonrisa que iluminó el lugar —Hoy no hay juntas, hoy hay waffles. —Leo alzó una cuchara como si fuera un trofeo. Yo ni me molesté en protestar.
—Eso me parece bien, aunque no como mucho dulce en las mañanas.
—Es lo que hay, tendrás que comer o morir de hambre.
En medio del caos, Leo alzó la vista, y me regaló esa sonrisa suya que me deja sin aire. Esa que no pide permiso, que se mete en mi pecho sin preguntar y desarma cualquier defensa que me quede.
—¿Papá? —preguntó, con la voz llena de emoción —¿Podemos ir al parque hoy? Por favor, por favor, por favor…
No sé en qué momento mi vida se volvió un caos total, todas mis decisiones tenían que ser tomadas en base a sonrisas desmueladas y promesas de juegos, pero así era, y ahí estaba, asintiendo sin pensar, dejándome llevar por algo que no era lógico, ni necesario, ni parte de mi plan semanal.
Era simplemente la paternidad, no me gustaba pero debía aceptarla.
Media hora después de comer aquel caótico desayuno que terminó con Lia llena de jarabe y Leo riendo a carcajadas, subimos al auto rumbo al parque. Lia iba a mi lado, sonriente, sin importarle la mancha de jarabe en su ropa, que se veía de todo menos agradable y Leo iba atrás relatando el viaje como si estuviéramos en una carrera de fórmula uno.
Al cruzar la entrada del parque, Leo salió disparado hacia los columpios con la energía de un cohete. Lía lo siguió riendo como una niña chiquita más. El parque estaba lleno, había montones de gente por doquier, niños corriendo sin dirección alguna, perros ladrando, parejas caminando de la mano con miradas cursis y ridículas.
Me senté en una banca mientras Leo se columpiaba y Lía le sacaba fotos, me quede mirandola, con su pantalón rojo, su blusa blanca manchada de jarabe, sus botas de lluvia verdes y ese cabello de colores que nunca lograba domar del todo, jugaba animadamente con Leo sin preocuparse por parecer ridícula, se subió a un rodadero, gritó, se rió a carcajadas como niña. Algunas personas la miraban como si estuviera loca, un anciano la miraba con dulzura como si fuera su nieta, y los niños, estaba seguro que los niños la miraban como un payaso.
Me levanté y fui tras ellos, deteniéndome para saludar al señor que vendía helados bajo un pequeño toldo. Apenas Leo me vio frenar allí saltó cayendo de rodillas en la arena, se levantó con hojas pegadas al pantalón, y corrió directo hacia un puesto de helados. Gritó que quería uno de chocolate con doble chispas, Lía pidió uno de menta con chocolate y yo pedí uno de vainilla por costumbre, porque nunca supe realmente qué sabor me gustaba. Nos sentamos los tres en el césped, bajo la sombra de un gran árbol mientras miraba el helado de Leo derretirse por su mejilla y gotear sobre su camiseta.
Ese momento tan simple fue algo realmente indescriptible, me encontré a mí mismo preguntándome si eso era la felicidad. No tenía forma concreta, no se basaba en promesas ni grandes declaraciones. Mi felicidad en ese momento era solo un niño manchado de chocolate, una niñera con helado en la nariz, y estar sentado en el suelo como un tipo cualquiera, sin corbata, sin agenda, sin preocupaciones y con el corazón lleno de algo que no sabía cómo nombrar.
¿Y si era esto? ¿Y si, al final, la felicidad no era tener una mansión lujosa ni las cenas de en restaurantes cinco estrellas? ¿Y si la felicidad tenía helado derretido y olor a protector solar? ¿Y si simplemente… era eso? ¿Y si la felicidad era ese niño?
Leo, con su boca llena de chocolate y sus ojos llenos de felicidad, me ofreció un trozo de su cono ya blandengue y goteando..
—¿Quieres, papá? —colocó su cono tan cerca de mi pantalón que me empapó de chocolate.
—Gracias, socio, está delicioso. —Y era verdad. Estaba derretido, pegajoso, muy dulce, desastroso pero delicioso.
Lía se echó a reír, con la cara manchada y el cabello hecho un desastre por tanto correr y luego presionó su dedo en la punta de mi cono, y lo pasó por mi mejilla haciendo una «marca de guerra» con orgullo. No me molestó, me pareció, incluso, un honor recibir ese símbolo diminuto de complicidad.
—No está mal este domingo, ¿eh? —Negué con la cabeza, con una media sonrisa.