Ese día, la casa se despertó con una energía inusual para ser viernes, tenía un millón de cosas urgentes que requerían mi total atención, reuniones en mi agenda que la dejaban abarrotada, sin embargo, antes de salir de mi cuarto me di cuenta de que el ambiente presagiaba caos, había risas apagadas en el pasillo, de esas risas llenas de felicidad y nerviosismo, ruidos y golpes de la puerta del armario abriéndose y cerrándose sin parar, y un olor a humedad extraño que me hizo arquear la ceja incluso antes de pisar la alfombra fuera de mi cuarto. Me disponía a dirigirme a la cocina cuando escuché un grito de Leo.
—¡Papá! ¡Ayuda, ayuda, papá! —El grito me puso completamente alerta, como si acabara de escuchar la alarma de incendios.
Corrí hacia el origen del grito, y al girar en el pasillo descubrí una escena inquietante, Leo con un calcetín naranja amarrado a la cabeza cual cinta ninja, Lía, arqueada sobre una mesa con los músculos tensos, sosteniendo un par de calcetines de colores disparejos, calcetines que estaban usando como municiones en su guerra de calcetines, y en medio del suelo, la coqueta tortuga de juguete de Leo, con un calcetín enredado alrededor de una de sus patas de peluche.
—¿Qué sucede? —pregunté alarmado sin entender qué era lo que sucedía, ni porque Lia con su pantalón color vómito estaba encima de una mesa más costosa que su alquiler.
—¡Lía le lanzó un calcetín a mi tortuga! —Leo la señaló buscando mi ayuda.
—¿Lía? ¿Qué haces? —mi rostro era una mezcla de incredulidad y una pizca de diversión.
—¡Él me quitó los míos primero, es fuego ofensivo! —respondió ella, señalando a Leo, quien tronaba los dedos con una expresión orgullosa —Guido quería mis calcetines de unicornio no iba a permitir eso, son mis calcetines.
—¿Guido?
—La tortuga, genio. —apreté los labios para no reirme.
En medio del descuido Leo, aun con el calcetín anaranjado en la cabeza retrocede un par de pasos y apunto a Lia, derribándola sin esfuerzo con un ataque masivo de calcetines y la tortuga de peluche, cuando la vio caer soltó una carcajada que se escuchó en toda la casa. En ese instante, lo único que quise fue unirme a esa risa, olvidar el recuento de correos pendientes y el informe que esperaba mi revisión y las mil cosas pendientes que tenía que hacer.
Nunca había visto caer a alguien de aquella manera, se veía como sapo espichado en medio de la carretera, con sus mechones coloridos por la alfombra, una pierna sobre la mesa y la otra en la pared.
—¡Le dí! —celebro mi pequeño, —Ya no volverás a atacar tortugas indefensas.
—Eso lo veremos chamaquito. —exclamó con una voz graciosa. —¡Nadie podrá vencer a la dama unicornio!
Mientras levante a Guido note que Lía estaba de nuevo en pie, con la mirada alerta y una sonrisa ladina en los labios. Sus calcetines de unicornio estaban en su mano izquierda, listos para un contraataque, Leo, por su parte, se frenó en seco mirándome fijamente.
—¡Reglas, papá! Necesitamos reglas nuevas para la guerra de calcetines. —Levanté las manos en señal de rendición.
No sabía si sonreír o ponerme serio, pero lo cierto es que las dos sensaciones compitieron dentro de mí. Siempre fui un hombre de reglas claras, no correr adentro de la casa, no gritar a las seis de la mañana, no comer en la sala principal, y especialmente no convertir mi oficina en zona de guerra, pero esa mañana, viendo a Leo con un calcetín cubriéndole la frente y a Lía con el entusiasmo de una niña jugando en un campo de batalla, sentí que, por una vez, aceptar la espontaneidad era la mejor regla que podía imponer.
—Muy bien —dije en voz alta —A partir de este momento, solo se pueden lanzar calcetines limpios, y nada de lanzarlos a la cara. ¿Entendido? —Lía asintió con la cabeza, bajando los calcetines de unicornio, Leo sollozó como si acabara de perder un tesoro.
—Está bien, solo limpios, viejos y apestosos no, está bien. Pero… ¿Dónde está la indemnización por mi tortuga herida? —exclamó melodramático —No pude más que reír.
Me detuve un instante y me sorprendí pensando en lo mucho que esa casa se alejaba de la perfección silenciosa que siempre había buscado en ella. Llevaba años construyendo un refugio de control, donde cada cuadro colgaba recto, cada mueble lucía pulido, y los ruidos se limitaban al clic de un ratón o al zumbido de un aire acondicionado, pero en ese momento, comprendí que el lugar verdaderamente mío se estaba transformando en un caos hermoso, una casa donde las reglas no eran siempre necesarias, pero la risa era obligatoria.
¿Dónde había quedado el Adam triste y silencioso que vagaba solo por los pasillos de su enorme mansión? ¿Cómo era que mi vida me había cambiado tanto? ¿Realmente quería vivir toda la vida en un museo de silencio? ¿O, en el fondo, prefería estos días donde incluso los calcetines podían convertirse en guerreros?
Me quedé observándolos, notando el brillo en los ojos de Lía al jugar, la algarabía de Leo, y la forma en que la luz del sol entraba por la ventana, iluminando una escena que jamás habría imaginado compartir.
Cuando por fin los “lanzamientos” cesaron (principalmente porque ambos se cansaron de atrapar y esquivar), Lía recogió los calcetines y los intentó agrupar en un rincón, Leo, con muy tranquilo, se sacudió el polvo de encima, se puso de pie.
—Tengo hambre. ¿Hay galletas? —Exclamó tocándose el estómago de forma exagerada. Lía rodó los ojos de manera cómplice y asintió. Lo acompañó a la cocina, y yo quedé solo con un impulso extraño: un impulso de abrir la boca y confesar en voz alta lo que sentía.