Tren al Infierno

Capítulo 3 El Eco del Escalpelo

Mi nombre es Elías Montenegro. Y durante cuarenta y dos años, fui un dios.

No lo digo con arrogancia. Es una simple declaración de hechos. En mi reino de acero inoxidable y luz fluorescente, bajo el ojo incansable del foco quirúrgico, la vida y la muerte se plegaban a mi voluntad. Mis manos, estas manos que ahora observo temblar en la penumbra de este maldito vagón, eran instrumentos de precisión divina. Abríamos cuerpos, exponiendo el templo sagrado de la carne, y yo era el sumo sacerdote que podía exorcizar los demonios de la enfermedad. La gente me rogaba, me suplicaba. Me ofrecían su vulnerabilidad como ofrenda. Y yo, magnánimo, aceptaba.

Mi vida no fue vivida; fue ejecutada. Como una cirugía perfecta. Mi apartamento, una suite estéril con vistas a la ciudad, era un reflejo de mi mente: ordenada, controlada, fría. No había lugar para el desorden de los sentimientos. Los "te quiero" de mis amantes eran suturas mal hechas, débiles, que yo cortaba con el filo de mi indiferencia. Mis colegas eran instrumentos torpes, manos temblorosas a las que debía supervisar. La compasión era un virus que infectaba el juicio clínico. Yo estaba por encima de eso.

Todo era perfecto. Hasta ella.

Se llamaba Ana. Una joven, sonriente incluso con el miedo pintado en los ojos. Un tumor cerebral. Delicado, traicionero. Pero rutinario para mí. Recuerdo la arrogancia con la que desplegué las imágenes de su resonancia ante su familia. "La ubicación es complicada, pero manejable", dije. La palabra "perfección" no salió de mis labios, pero flotaba en el aire entre nosotros. Ellos vieron a un salvador. Yo vi otro triunfo.

El día de la cirugía, el aire en el quirófano estaba cargado con la electricidad de mi propia seguridad. La abrí, el cráneo cedió bajo la sierra. Y allí estaba, el invasor, enredado en las raíces de lo que la hacía ser ella. Y entonces... sucedió.

Un milímetro. Un temblor imperceptible en mi mano derecha, un eco de una noche de insomnio y demasiado café. Un error que ni el ojo humano más entrenado podría haber detectado. Pero el tejido cerebral, ese universo de conexiones frágiles, sí lo sintió. Un vaso minúsculo, un hilillo de sangre que no debería haber existido, empezó a manar.

El pánico es un ácido que quema la arrogancia. Lo sentí brotar en mi garganta. Pero me negué. Yo no cometo errores. No delante de mis residentes, no delante de mi propia leyenda. En lugar de detenerme, de admitir la falla y corregirla con humildad, presioné. Suturé con la arrogancia de quien cree que puede controlar hasta las consecuencias de sus propios fracasos.

"Cierre", ordené, y mi voz sonó hueca, metálica, como el traqueteo de este tren.

Ana no despertó. O, más bien, despertó alguien que ya no era Ana. El daño fue catastrófico. Una cascada de isquemias que mi orgullo había desencadenado y que mi orgullo se negó a reconocer en el momento crítico.

En la reunión con la familia, no hubo sonrisas. Solo el rostro descompuesto de su madre, sus ojos acusadores. "Usted dijo... usted nos prometió..."

Y entonces, lo dije. Las palabras que ahora resuenan en este infierno, grabadas con fuego en mi alma: "Fue una complicación impredecible. A veces, el cuerpo humano responde de formas que la ciencia no puede anticipar. Hicimos todo lo humanamente posible."

Todo lo humanamente posible. Mentira. Una mentira forjada en el hierro de mi orgullo. Cargué con ese secreto, con el peso de la mirada vacía de Ana en la cama de cuidados paliativos, durante seis meses. Mi dios interior había muerto, pero el cascarón del hombre arrogante seguía en pie, desmoronándose por dentro.

Mi fin no fue dramático. No hubo un rayo vengador. Solo un dolor, un día, en el pecho. Un dolor agudo y preciso, como el de mi escalpelo. Un infarto. Mientras me desplomaba en mi impecable apartamento, solo, la última imagen no fue la de mis logros, ni la de mis amantes, ni siquiera la de mi propia vida.

Fue la de la mano de Ana, temblorosa, buscando la de su madre en la penumbra de su habitación de hospital. Una conexión humana, tierna y frágil, que yo, en mi altar de orgullo, nunca me permití tener.

Y ahora estoy aquí. En este tren que huele a óxido y culpa. Y lo sé, con una certeza que me congela el alma que creía no tener: no estoy aquí por el error. Estoy aquí por la mentira que lo cubrió. Por haber preferido la farsa de mi perfección a la verdad salvadora de mi humanidad.

El Orgullo no te eleva por encima de los demás, querido lector. Solo excava tu caída más profunda. Y cuando tocas fondo, te das cuenta de que el frío que sientes... es el mismo metal de tu propio escalpelo.




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