Tren al Infierno

Capítulo 4 El Peso del Oro

Mi nombre es Victoria Locke. Y durante cincuenta y seis años, fui dueña del mundo.

Dueña, no habitante. Los habitantes son decoración, peones en el tablero, recursos. Yo era la jugadora. Mi vida no fue una existencia, fue una adquisición. Un imperio construido ladrillo a ladrillo con los sueños rotos de otros, cementado con su ingenuidad y pintado con el brillo engañoso de mi éxito.

Crecí con el sabor amargo de la pobreza pegado a la lengua. Vi a mi padre mendigar por su trabajo y a mi madre deslomarse por migajas. Juré que nunca sería así. La debilidad era un lujo que no me podía permitir. La compasión, una enfermedad que te condenaba a la mediocridad.

Mi primer millón llegó a los treinta. No lo celebré con champán, sino con la compra de la empresa que había despedido a mi padre veinte años atrás. La desmembré y vendí sus partes. Fue más placentero que cualquier orgasmo.

Construí un nido de acero y cristal en lo más alto de la ciudad. Desde allí, veía a la humanidad como un hormiguero. Algunas hormigas eran útiles, otras desechables. Mi marido fue un accesorio para eventos benéficos. Mis hijos, inversiones a largo plazo que no dieron el rendimiento esperado. El amor era un contrato con cláusulas de salida. La lealtad, un mito para tontos.

Todo era un activo. Todo tenía un precio. Y yo tenía el dinero para pagarlo.

Todo… hasta él.

Se llamaba Daniel. Mi chofer. Un hombre silencioso, con una hija pequeña enferma de algo raro y costoso. Una enfermedad que devoraba sus ahorros, su esperanza, su vida. Lo escuché llorar una noche, al teléfono, su voz quebrada por una desesperación que yo no podía comprar.

Y en lugar de compasión, sentí… interés. Era un problema fascinante. Un algoritmo humano de sufrimiento. Le ofrecí un trato. Le pagaría todo. Los tratamientos experimentales, los mejores médicos, una vida nueva para su hija. A cambio de su silencio. Él sería el chivo expiatorio de una operación que yo había orquestado, una que dejaría en la calle a miles de pequeños inversores. Un año de cárcel, tal vez dos. Un precio bajo por la vida de su niña, ¿no?

Sus ojos, cuando me miró… no había odio. Había una decepción tan profunda que me atravesó como un cuchillo frío. Pero firmó. Claro que firmó. Todos tienen un precio.

Él fue a prisión. Su hija se curó. Y yo añadí otro cero a mi fortuna. Gané. Siempre ganaba.

Mi fin no llegó en una celda. Llegó en mi penthouse, rodeada de obras de arte que valían fortunas. Un aneurisma. Una mala circulación, dijeron. Irónico.

La oscuridad no fue inmediata. Fue un lento apagarse. Y en ese limbo, antes de despertar aquí, lo vi. No a Dios ni al Diablo. Vi mi vida. No como un flashback, sino como una hoja de balance final.

Y en la columna del "Haber", estaba todo: mis yates, mis empresas, mis victorias. Pero en la columna del "Debe"… estaba todo lo demás. La sonrisa de mi hijo el día que ganó su primer torneo de natación y yo estuve en una conferencia en Dubai. La mano de mi madre, buscando la mía en su lecho de muerte, mientras yo revisaba los informes del mercado asiático. El rostro de Daniel, lleno de paz, cuando se despidió de su hija sabiendo que la salvaba, mientras yo firmaba el documento que lo condenaba.

Y al final de esa columna, escrita con la tinta más negra, una sola palabra: NADA.

Lo había ganado todo. Y todo, absolutamente todo, equivalía a NADA.

El peso de esa NADA me aplastó el alma. Fue peor que cualquier infierno con fuego y azufre. Fue la comprensión absoluta, irrevocable, de que cada transacción, cada adquisición, había sido un canje: yo cambiaba un pedazo de mi humanidad por un puñado de cenizas brillantes.

Y ahora estoy aquí. En este tren que huele a bancarrota moral. Y el sonido de las ruedas sobre los rieles no es más que el eco de monedas cayendo en un pozo sin fondo. La Avaricia no se trata de tener mucho, querido lector. Se trata de no tener nada que valga la pena cuando todo termina. Y créanme, todo… siempre termina.




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