Tren al Infierno

Capítulo 5 El Vacío Después del Éxtasis

Mi nombre es Dante Valerio. Y durante treinta y ocho años, no viví… devoré.

La vida era un banquete de sensaciones y yo era un glotón insaciable. No buscaba la felicidad, esa es una moneda demasiado vulgar. Buscaba el éxtasis. El momento perfecto, la emoción pura, el instante en que el mundo se desvanece y solo queda el latido furioso de la sangre. Yo era un artista, sí. Pero mi verdadera obra de arte era mi propio placer.

Pintaba, esculpía, creaba… pero solo como pretexto. Mi estudio era un templo, y mis musas, mis devotas. Las amé a todas. Con una intensidad feroz y absoluta. Las amé por la curva de su cuello, por el fuego en sus ojos cuando posaban para mí, por el sabor de su piel bajo la luz de la luna. Las amé hasta que el cuadro estaba terminado, hasta que la escultura enfriaba su arcilla, hasta que el éxtasis se convertía en rutina. Y entonces… buscaba la siguiente.

Eran descartables. Intercambiables. Piezas de una colección que nunca me satisfacía. Rompí corazones con la misma facilidad con la que rompía un carbón defectuoso. Sus lágrimas eran solo otra pintura en mi paleta, un color interesante para mi próximo drama personal. La conexión verdadera, el amor que perdura después del arrebato… eso era para mentes pequeñas, para almas mediocres que temían arder.

Todo era hermoso en mi incendio. Hasta ella.

Se llamaba Elara. No fue una musa. Fue un huracán. Una bailarina con el fuego del infierno en los pies y la oscuridad de las estrellas en la mirada. Por primera vez, me encontré con alguien que ardía con la misma intensidad que yo. Nos amamos como una guerra. Fue caótico, tóxico, magnífico. Era la obra de arte definitiva.

Pero incluso el huracán se agota. Yo comencé a buscar distracciones, nuevos sabores para mi paladar embotado. Para mí, era natural. Para ella… fue una tracción. La obsesión que nos unió se volvió veneno en sus venas.

La encontré una tarde en mi estudio, rodeada de mis cuadros de otras, de los esbozos de mis nuevos caprichos. No me gritó. No lloró. Solo me miró con una paz aterradora y dijo: "Quemaste todo lo que tocabas, Dante. Pero el fuego más brillante… es el que consume a quien lo enciende".

Al día siguiente, su cuerpo fue encontrado en el río. Un accidente, dijeron. Un trágico resbalón. Pero yo vi los cuadernos que dejó. Páginas y páginas de su letra furiosa, describiendo el vacío que yo había excavado en ella. No me acusaba. Solo documentaba su propia desintegración. Y en cada palabra, yo me veía reflejado: no como un amante, sino como una enfermedad.

Intenté ahogar su recuerdo en más placer, en más excesos. Pero el sabor había cambiado. Todo sabía a ceniza. La belleza se había vuelto plana, el éxtasis, una farsa. Elara se había convertido en la única musa que no podía reemplazar, porque su obra final había sido mi propia ruina.

Mi fin llegó en una fiesta, por supuesto. Una sobredosis. Una mezcla estúpida de alcohol y pastillas buscando un último destello de aquel fuego extinguido. No hubo drama. Solo el silencio repentino de un cuerpo que ya no podía sentir nada.

Y ahora estoy aquí. En este tren que avanza hacia una oscuridad que no tiene matices, ni texturas, ni belleza. Y lo peor no es el castigo. Lo peor es la memoria intacta de cada rostro que amé y destruí. Sus susurros llenan este vagón, un coro de almas que yo usé y descarté.

La Lujuria, querido lector, no es sobre el amor al placer. Es sobre el pavor al vacío que queda cuando el placer se acaba. Y se acaba. Siempre se acaba. Y cuando te quedas solo en el silencio, te das cuenta de que has sido el arquitecto de tu propia prisión de hielo, y que todas aquellas llamas… nunca fueron suficientes para calentarte.




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