Mi nombre es Marcos Rojas. Y durante cuarenta y nueve años, fui un hombre tranquilo.
Esa era mi etiqueta. "Marcos es tan tranquilo." Lo decía mi esposa, mis vecinos, mis compañeros de trabajo. Lo decían con aprobación. Un hombre que no alzaba la voz. Que sonreía cuando le criticaban. Que agachaba la cabeza y seguía adelante.
No entendían. La tranquilidad no era mi naturaleza. Era la tapa de una olla a presión. Dentro de mí, desde niño, vivía una bestia.
La primera vez que la sentí tenía siete años. Mi padre, un hombre cuyo cariño se medía en golpes, rompió mi maqueta de un avión. No lloré. No grité. Solo recogí los pedazos de madera balsa y los guardé en una caja. Pero en mi pecho, un nudo de rabia, negro y caliente, empezó a formarse.
Así fue creciendo. Cada injusticia, cada humillación, cada "no" que me obligué a tragar, era un ladrillo más en la pared que contenía a la bestia. Mi jefe me gritaba por un error que no era mío, y yo asentía. "Sí, señor." Mi esposa me menospreciaba en una cena con amigos, y yo reía la broma. "Qué gracioso, cariño." Un conductor me cerró el paso y casi provoca un accidente, y yo seguí conduciendo, con los nudillos blancos agarrando el volante.
No expresaba la ira. La archivaba. La catalogaba. La guardaba en la bóveda de mi interior. Pensé que eso me hacía fuerte. Mejor que esos hombres débiles que estallaban por tonterías. Yo era un hombre civilizado.
Todo era controlado. Hasta él.
Se llamaba Tomás. Un nuevo compañero en la oficina. Joven, arrogante, con una sonrisa de dientes perfectos que me recordaba a todos los que me habían pisoteado. Se rió de un informe que llevaba meses preparando. Lo llamó "anticuado", "de la vieja escuela". Delante de todos. Y luego, me dio una palmada en la espalda. "No te lo tomes a mal, viejo."
Viejo.
Esa noche, la olla hirvió. La tapa saltó. No fue un arranque. Fue una erupción. Una decisión fría y silenciosa. La bestia, después de décadas encerrada, salió, y no rugió. Susurró un plan.
Lo esperé en el garaje de su edificio. Llegó cantando, con esa misma sonrisa estúpida. No hubo discusión. No hubo advertencia. Solo el sonido sordo del tubo de metal golpeando su cráneo. Una, otra, otra vez. No fue un acto de pasión. Fue una ceremonia. La liberación metódica de cada golpe que no di, de cada grito que ahogué, de cada humillación que soporté. Su sangre en el cemento era la tinta con la que por fin firmaba mi propio nombre.
No sentí culpa. Sentí… paz. Una paz vacía y terrible. La paz del vaciado total.
Mi fin no llegó por la policía. Llegó una semana después, en mi casa. Me desplomé en el jardín, regando las rosas que mi esposa tanto quería. Un aneurisma cerebral. Los médicos dijeron que era un coágulo, probablemente por la presión arterial constantemente elevada. Yo supe la verdad. Era la bestia, después de cumplir su única misión, reventando las últimas paredes que la contenían.
Y ahora estoy aquí. En este tren que resuena con el eco de cada golpe que callé. Y la ira… la ira ya no está. Se agotó en ese garaje. Lo que queda es el silencio. Un silencio mucho más aterrador.
La Ira, querido lector, no es solo el estallido. Es el veneno que se incuba en la quietud. Es creer que por no gritar, el dolor no existe. Pero existe. Y se acumula, y se pudre, y cuando por fin encuentra una salida, no sale como un grito, sino como una tumba. Yo no maté a Tomás. Lo mató el silencio de cuarenta y nueve años. Y yo solo fui el instrumento final de mi propia condena.
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Editado: 15.10.2025