Tren al Infierno

Capítulo 8 El Veneno Dulce

Mi nombre era Sofía Leyva. Y durante veintiocho años, no tuve una vida propia. Tuvo las sobras de las vidas de los demás.

Mi existencia fue un espejo empañado, siempre reflejando lo que otros tenían y yo no. No era ambición. La ambición te impulsa hacia adelante. La envidia te ancla en el fango, observando con rencor cómo los demás vuelan.

Comenzó de pequeña. La muñeca de mi prima, más bonita que la mía. Las vacaciones de mi compañera de clase, más excitantes. No deseaba las cosas; deseaba que ellos no las tuvieran. Ese era el verdadero placer: la fantasía de su pérdida.

Crecer no curó la enfermedad. La sofisticó. La felicidad de mis amigas era mi tormento. Sus novios, sus trabajos, sus viajes, sus sencillos momentos de dicha cotidiana... cada fotografía en las redes sociales era una puñalada. Sonreía en sus cumpleaños, brindaba por sus éxitos, y por dentro, un ácido corrosivo quemaba todo rastro de alegría propia.

Me volví una arquera silenciosa. Mis cumplidos eran flechas envenenadas. "Qué suerte tienes de poder comer eso y no engordar", era en realidad: "Ojalá tu metabolismo te fallara". "Qué valiente eres al dejar tu trabajo", significaba: "Espero que fracases y vuelvas arrastrándote".

Mi vida se convirtió en un pálido reflejo, una habitación vacía decorada con los trofeos rotos de los demás. No construí nada para mí. ¿Para qué? Siempre habría alguien con algo mejor, más brillante, más merecido. Mi único consuelo era el schadenfreude, ese regusto amargo y delicioso cuando a quien envidiaba le iba mal.

Todo era un juego de sombras. Hasta ella.

Se llamaba Valeria. Mi mejor amiga, decía la gente. Ella era todo lo que yo anhelaba ser: espontánea, radiante, auténticamente feliz. Su vida era un jardín soleado y el mío, un sótano húmedo. La envidiaba con una intensidad que me consumía las entrañas. Su amor, su éxito, su misma luz.

Y entonces, lo hice. No fue un accidente. Fue un acto meticuloso de intoxicación. Un rumor hereje sembrado en el oído correcto. Una evidencia falsa, cuidadosamente manipulada, enviada de forma anónima a su pareja. Solo un empujoncito, me dije. Solo para que esa perfección insoportable mostrara una grieta.

La grieta se convirtió en un abismo. La relación que tanto envidiaba se hizo añicos. La luz en sus ojos se apagó, reemplazada por una confusión y un dolor que yo, desde mi oscuridad, observé con una satisfacción enfermiza. Ahora sí. Ahora su vida se parece a la mía.

Pero la victoria sabía a cenizas. Porque cuando su jardín se marchitó, el mío no floreció. Solo me quedé a solas con mi sótano, ahora más frío y vacío que nunca, sin siquiera su luz para iluminar desde lejos mi miseria.

Mi fin fue tan gris como mi existencia. Un diagnóstico tardío. Un cáncer que se extendió sin que yo lo notara, demasiado ocupada examinando los cuerpos de los demás para prestarle atención al mío. Murió antes que yo. Visitó mi lecho de muerte, sus ojos aún apagados, y me tomó la mano. "Siempre estuviste a mi lado, Sofía", susurró.

La ironía fue el último y más cruel veneno. Murió creyendo en mi amistad, mientras yo yacía allí, pudriéndome por dentro, sabiendo que había destruido la única cosa verdadera y hermosa que había tenido cerca.

Y ahora estoy aquí. En este tren que avanza por la nada. Y la Envidia… al fin se ha saciado. Porque aquí no hay nada que desear. No hay nadie a quien mirar. Solo hay siete almas podridas, y la mía es la más amarga de todas.

La Envidia, querido lector, no es desear lo ajeno. Es renunciar a lo propio. Es cavar tu propia tumba con los ojos fijos en el jardín del vecino, hasta que te das cuenta, demasiado tarde, de que has pasado tu vida en un hoyo oscuro, y que el único fruto que cosechaste… fue el veneno que ahora te consume por dentro.




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