Mi nombre es Lázaro Núñez. Y durante veinticinco años, no viví. Floté.
La vida era un río caudaloso y ruidoso. La gente nadaba, luchaba contra la corriente, se esforzaba por llegar a alguna parte. Yo solo me dejaba llevar. La Pereza no fue mi vicio, fue mi filosofía. ¿Para qué esforzarse? Todo requiere demasiada energía. Todo termina en decepción.
Mi habitación era mi santuario. Las persianas, siempre bajadas. La luz del mundo era demasiado exigente. Mi mundo era la pantalla del ordenador, un universo de posibilidades en las que nunca participaba. Veía a otros vivir, amar, sufrir, triunfar. Era más seguro. No había riesgo de fracasar si nunca lo intentabas.
Mis padres se preocupaban. "Lázaro, tienes que hacer algo con tu vida." Sus palabras eran como piedras que caían al agua, creando ondas que se desvanecían al instante. Prometía buscar trabajo, estudiar, ayudar. Y luego… la inercia. La abrumadora pesadez de empezar. Era más fácil posponer. Siempre habría un mañana.
Las relaciones eran un esfuerzo titánico. Amigos que dejaron de llamar. Chicas que perdieron el interés cuando vieron que yo era un eco, no una voz. Mi novia, Carla, la única que insistió, finalmente se rindió. "Es como amar a un fantasma, Lázaro. No das calor, no das frío. Das… nada." Se fue. Y yo sentí un leve alivio. Ahora podía estar solo, sin tener que fingir que quería compañía.
Todo era evitable. Hasta él.
Se llamaba Samuel. Mi hermano menor. Él sí nadaba en el río. Luchaba, se equivocaba, volvía a intentarlo. Una noche, borracho de desesperación tras una ruptura, llamó a mi puerta. Sus ojos estaban vidriosos, su voz quebrada. "Lázaro, no puedo solo. Háblame. Quédate conmigo esta noche, por favor."
Lo miré desde mi cama. La comodidad de mis sábanas era un imán. Su dolor parecía un océano turbulento y yo no sabía nadar. El esfuerzo de levantarme, de consolarle, de compartir su carga… me pareció un monte imposible de escalar.
"Mañana, Sam", murmuré, dando la espalda. "Ahora estoy cansado."
El silencio detrás de mí fue más elocuente que cualquier portazo. Oí sus pasos alejarse.
Esa noche, Samuel tomó su coche y se estrelló contra un puente. No fue un accidente. Fue una decisión tomada en la absoluta soledad que yo, su hermano, había validado con mi indiferencia.
En el funeral, todo el mundo lloraba. Yo solo sentía un adormecimiento lejano. Hasta que mi madre, con los ojos destruidos, me susurró: "Él te buscó, Lázaro. Tú eras su ancla. ¿Por qué no lo sujetaste?".
No hubo respuesta. Porque no había una razón noble. Solo estaba… cansado.
Mi fin fue acorde a mi vida. Una trombosis. Un coágulo silencioso que se formó en la quietud perpetua de mis venas. Me encontraron días después, frente a la pantalla, en un juego que ya había terminado.
Y ahora estoy aquí. En este tren que no se detiene. Y por fin comprendo la verdad.
La Pereza, querido lector, no es descanso. Es una renuncia. Es el suicidio lento del alma. No es la paz de no hacer nada; es el terror de hacer algo y descubrir que no eras suficiente. Preferí la seguridad de la nada al riesgo de ser alguien.
Y este viaje eterno… es mi castigo perfecto. Porque por fin estoy en movimiento, forzado a avanzar para siempre, cuando todo lo que anhelo es poder detenerme. Pero ahora ya no puedo. Ahora, la corriente me arrastra, y el recuerdo de la mano de mi hermano, que yo no quise agarrar, es el único equipaje que traje conmigo. Un equipaje de Nada. El peso más pesado de todos.
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Editado: 15.10.2025