El tren emergió de la oscuridad absoluta.
No fue un amanecer. No había sol, ni cielo, ni paisaje. Solo una luz grisácea y difusa que lo impregnaba todo, revelando por fin el exterior. No había fuego, ni demonios con tridentes, ni gritos de agonía. Eso habría sido preferible.
Había Nada.
Una llanura infinita de ceniza y polvo de estrellas muertas, bajo un firmamento negro y vacío. El silencio era tan absoluto que resultaba físico, un peso sobre el tímpano. El tren se deslizaba sin ruido ahora, como si flotara, acercándose a lo que parecía ser una estación abandonada.
No era más que un andén desnudo, hecho del mismo material gris e inerte. Sobre él, siete figuras esperaban. No eran seres con cuernos o alas, sino siluetas indistintas, reflejos oscuros y deformados de ellos mismos. Eran la encarnación última de sus pecados, los capataces de su condena personal.
El tren se detuvo. No hubo un chirrido, solo el cese del movimiento. Las puertas se abrieron sin un sonido.
Elías, el Orgullo, fue el primero en comprender. Su castigo no sería el tormento, sino la verdad eterna. Su reflejo en el andén, un cirujano con las manos manchadas de una sangre que nunca se secaría, lo miraría para siempre, recordándole su error. No habría lugar para la arrepentimiento, solo para el conocimiento perpetuo de su fracaso.
Victoria sintió cómo su Avaricia se volvía contra ella. Su reflejo, una figura esquelética que contaba monedas de aire, le mostraría por la eternidad que todo lo que acumuló equivalía a nada. Su castigo sería poseer un tesoro infinito que no valía absolutamente nada.
Para Dante, la Lujuria se convirtió en una galería infinita de amantes cuyos rostros se desvanecían en cuanto él se acercaba, condenado a buscar un placer que siempre se esfumaba en sus manos. Un éxtasis eternamente inalcanzable.
Marcos, la Ira, se encontró con su propio reflejo, una bestia encadenada que rugía en un silencio eterno. Su castigo sería sentir toda la rabia del universo, sin poder liberarla jamás. La olla a presión, sellada para siempre.
Clara, la Gula, vio un banquete espléndido frente a ella, pero su reflejo, un cuerpo esquelético con un hambre insaciable, no podía ingerir nada. Cada bocado se desvanecía en su boca, dejando solo el sabor de la ceniza. Hambre eterna ante un festín infinito.
Sofía, la Envidia, fue recibida por un espejo que le mostraba todas las vidas que pudo tener y que destruyó con su veneno. Su castigo sería observar la felicidad que pudo ser la suya, sabiendo que fue su propia mano la que la arruinó.
Lázaro, la Pereza, encontró su andén lleno de puertas que conducían a segundas oportunidades, a reconciliaciones, a vidas no vividas. Pero su reflejo, una figura petrificada, no podía mover ni un músculo para abrirlas. Condenado a la inmovilidad eterna, viendo todas las salidas que nunca tomó.
No hubo un juez. No hubo un verdugo. Solo la consecuencia lógica, matemática, de sus propias elecciones. El Infierno no era un castigo impuesto, sino la manifestación final del estado de sus almas.
Las puertas del tren se cerraron. El vagón, ahora vacío, comenzó a moverse otra vez, desapareciendo en la oscuridad, listo para recoger a su siguiente carga de almas perdidas.
En el andén de la Nada, los siete condenados se quedaron de pie, cada uno frente a su reflejo, atrapados en un diálogo mudo y eterno con el peor verdugo posible: la persona en la que se habían convertido.
El Infierno, descubrieron demasiado tarde, no era un lugar.
Era un espejo.
Y el fuego que los consumiría por siempre…
era el frío ineludible de su propia verdad.
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Editado: 15.10.2025