Tren al Infierno

Capítulo 12 El Andén de los Vivos

Mientras las siete almas enfrentaban su eternidad en la estación de la Nada, algo imposible ocurrió en el tren. Una octava figura se materializó en el vagón vacío.

Era una mujer joven, aturdida, que se tocaba el pecho buscando una herida que ya no estaba. Se llamaba Sara, y acababa de despertar de un coma inducido tras un accidente automovilístico. Su corazón se había detenido durante tres minutos en la mesa de operaciones antes de que los médicos lograran reanimarla.

Ella no pertenecía allí.

El tren, sin embargo, no se detuvo. Siguió su curso a través de la oscuridad, pero ahora Sara podía ver en las ventanas algo que los otros siete nunca percibieron: destellos de la Tierra. Fragmentos de vidas, momentos de decisión, susurros de arrepentimiento. Ella era un alma a medio camino, un puente entre el mundo de los vivos y el inframundo.

De pronto, las siete historias que había escuchado en su mente como un eco lejano de las confesiones de los condenados cobraron un nuevo significado. No eran solo advertencias. Eran llaves.

En un acto instintivo, Sara se acercó a la pared del vagón, donde las sombras de los siete pecados aún danzaban, y gritó hacia los destellos de luz en las ventanas:

—¡Elías! ¡No fue tu error, fue tu mentira! ¡Perdónate!

—¡Victoria! ¡Tu hija te espera fuera del hospital! ¡Ella sí te perdonó!

—¡Dante! ¡Elara sobrevivió! Encontró el amor después de ti. ¡Su vida no terminó contigo!

Cada grito era un acto de fe, una bofetada de esperanza contra la lógica del infierno. Y entonces, lo imposible sucedió.

En el Andén de la Nada, los siete reflejos de los condenados… dudaron.

El cirujano manchado de sangre de Elías bajó la mirada hacia sus manos. La espectral avara de Victoria dejó caer una de sus monedas de nada. La bestia encadenada de Marcos dejó de forcejear contra sus ataduras.

No era la redención. Era algo más profundo: la interrupción de su condena. La Nada misma pareció vibrar, como un espejo al que alguien hubiera arrojado una piedra.

El tren comenzó a acelerar, alejándose de la estación. Sara, agotada, sintió cómo su conciencia se desvanecía, siendo arrastrada de vuelta a su cuerpo en la Tierra.

Los siete condenados se quedaron en el andén, pero ya nada era igual. Por un instante, un solo y terrible instante, habían visto una grieta en la pared perfecta de su infierno.

No sabían si era una segunda oportunidad o un tormento añadido a su eternidad: la posibilidad de que las cosas podrían haber sido diferentes.

Mientras Sara volvía a la vida, jadeando en una cama de hospital, una última visión la acompañó: la imagen de siete pares de ojos en la oscuridad, que por primera vez en la eternidad, no miraban su condena, sino un destello de luz que se alejaba.

El Infierno, descubrió Sara, no teme al castigo. Teme a la esperanza. Y ella acababa de sembrar una semilla de ella en el lugar donde nunca debería crecer nada.




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