El silencio en el Andén de la Nada se había quebrado para siempre.
Los siete condenados seguían frente a sus reflejos, pero algo fundamental había cambiado en ellos. Las palabras de Valeria, ese grito de esperanza desde el umbral entre la vida y la muerte, habían abierto una grieta en la realidad misma de su condena.
Elías, el Orgullo, fue el primero en romper el ritual eterno. En lugar de contemplar las manos manchadas de su reflejo, extendió la suya hacia la imagen.
—Fue mi error —susurró, y las palabras, admitidas por fin, no lo debilitaron. Lo liberaron de una mentira milenaria.
Frente a él, el reflejo del cirujano comenzó a desvanecerse, y en su lugar apareció la imagen de Ana, la paciente que había perdido. Ya no con ojos vacíos, sino con una mirada de una paz profunda. Asintió lentamente hacia Elías antes de desaparecer.
Una a uno, los condenados comenzaron a enfrentar sus verdades más profundas:
Victoria dejó de contar sus monedas de nada y, por primera vez, recordó el rostro de su hija riendo en un parque, un tesoro que había despreciado en vida.
Marcos desató las cadenas de su reflejo iracundo abrazándolo, aceptando la rabia como parte de sí mismo pero negándose a ser gobernado por ella.
Clara dejó de intentar devorar el banquete ilusorio y, en su lugar, sintió un hambre diferente: de perdón, de conexión verdadera.
Un nuevo sonido comenzó a resonar en la Nada. Lejano al principio, luego cada vez más claro: el silbato de un tren.
No era el tren oscuro que los había traído allí. Este emitía una luz tenue pero cálida, y avanzaba hacia ellos desde la misma oscuridad de la que habían emergido.
Cuando se detuvo frente al andén, sus puertas se abrieron sin ruido. No había conductor, ni pasajeros. Solo siete asientos vacíos, cada uno con una luz suave que los iluminaba.
Una voz diferente —no el susurro frío del primer tren, sino un eco que sonaba como mil campanas distantes— resonó en sus mentes:
"El viaje de ida fue su elección. El de regreso, también."
Los siete se miraron, y por primera vez desde que despertaron en el tren original, vieron no a pecadores condenados, sino a almas heridas. Almas que, a través del reconocimiento más profundo de su oscuridad, habían encontrado una chispa de luz.
Subieron al tren, no como los arrogantes seres que habían sido en vida, sino con la humildad de quien ha visto el abismo y ha elegido volver atrás.
Cuando las puertas se cerraron, el tren no emprendió el camino de regreso a la vida terrenal —esa oportunidad se había perdido para siempre— sino que se dirigió hacia un destino diferente: un lugar de purificación y aprendizaje, donde sus almas podrían continuar el trabajo que comenzaron en ese andén de la Nada.
Mientras el tren se alejaba, en el andén vacío quedaron los siete reflejos de los pecados, pero ahora estaban quietos, en paz, como estatuas de un pasado que ya no tenía poder.
El Infierno, descubrieron, no es un lugar al que se es condenado para siempre.
Es un estado del alma del que siempre se puede regresar.
Incluso si el viaje de regreso toma una eternidad.
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Editado: 15.10.2025