Tres días para enamorarse

Madrugadas

IAN

A altas horas de la madrugada el escuchar como el viento recorre la entrecerrada ventana de mi habitación, observaba como la luz de la luna ilumina mis pasos en la comodidad del silencio.

—¿Por qué se comporta así? —escuche una voz murmurar en el pasillo.

—¡Vamos, ya duerme mujer! Él no nos quiere. Más de una vez su actitud lo ha dejado claro. —contesta una voz ronca y adormilada.

—¡Ian no era así! —susurra, mientras despacio me voy ubicando a lado de la puerta de la habitación. —Siempre nos contaba todo.

—Él piensa que sus decisiones son las correctas, pero, ¡está equivocado! Ya me dará la razón cuando se dé cuenta de sus errores.

Sin escuchas más de los que dicen, suspiré. Guardando un silencio profundo, di la vuelta para regresar a mi habitación. Cerrando con cuidado la puerta, me metí entra las frías sábanas de la cama que, ya han perdido mi calor. Tome la almohada y la presione a mi pecho, hundiendo mi cara en ella, queriendo ahogarme en ese momento.

«¿Les contaba?».

Tan solo quería respirar, y no sofocarme.

Con tres alarmas programas para poder despertar. Sonando la primera, pidiendo un poco más de tiempo para dormir, así, monótonamente, el reloj marca las siete de la mañana de un lunes cualquiera. El fin de semana se fue en un abrir y cerrar de ojos.

Entre el ruido e ir de un lugar a otro, tropezando en el pasillo con mis hermanos, preparé el desayuno mientras voy arreglando lo que me hace falta para poder salir de viaje. Necesariamente eso era lo único que me hacía estar bien. El saber que tendría algo de tiempo tan solo para mí.

Alcanzándome casi las nueve de la mañana. Yendo en compañía de mi padre, quien se ofreció a llevarme hasta la autopista. Tarde veinte minutos en poder llegar y tomar el primer bus.

Con la mochila en la espalda y otra maleta en la mano. Caminé despacio por el pasillo del bus, puse mis cosas en el portamaletas y me situé en un asiento al lado de la ventana. Siempre me ha gustado viajar de ese lado, tan solo para poder perderme entre aquello que muy pocas veces puedo observar.

Tras los primeros cuarenta minutos de viaje, llegue al terminar de la primera ciudad. El frío es incontrolable y mis manos están casi congeladas. Metiéndolas en los bolsillos de mi abrigo, procedí a entrar. El ruido es agudo, capaz de aturdir mis oídos. Las personas van de un lugar otro, unas calmadas y otros con apuro. En medio de toda la multitud, resonando mis pasos en el pasillo, caminé hasta la taquilla correspondiente del próximo bus que debo tomar. Comprando un boleto para emprender otro viaje que dudaría casi una hora y media, si no es menos, dependiendo del tránsito vehicular que haya.

Así de vuelta en un asiento al lado de la ventana, me solté un poco del mundo exterior, me coloqué mis audífonos y me sumergí para nadar entre mis pensamientos. Yendo así sin dialogar con nadie durante el camino, más que con el asistente del chofer que ha interrumpido mi transe en busca del boleto que llevo en el bolsillo del abrigo. Con el cielo despejado y los rayos del sol atravesando la ventana con total intensidad, sentí por primera vez el calor del día en mis mejillas. Llegando por fin a donde tenía que llegar.

En línea recta con visión hacia la otra puerta del terminal, como si no hubiese un mañana, procedía a tomar el microbús que va hacia el norte de la ciudad. Mismo que, me dejaría en un sector cercano a la ciudadela privada en donde vivía mi tío. Casa en la cual tendría mi estadía durante toda la semana de exámenes.

Tomando un taxi para poder llegar hasta ahí, lo cual no tarde mucho. Bajé mis cosas de atrás del coche y las coloqué en frente de la garita, donde está un joven alto de piel mestiza y cuerpo robusto, que no es nada menos que el guardia.

—Buenos días —pronuncié con una voz baja dirigiéndome a él, cuya mirada me inspecciona de pies a cabeza, siendo tan firme su figura.

—¡Buenos días! —suena su voz un poco más ligera para lo que es su figura —¿Visita o estadía?

Con la mirada fija ante su imagen tan penetrante, me coloque tranquilo en la ventanilla, ya que se había movido de su lugar para pasar a la oficina de la garita.

—Visita —indiqué.

—¿Lote y villa de la casa? Por favor.

—Lote 2816, villa 16, casa del doctor Oscar Rivera —respondí al tanto que saqué del bolsillo de mi pantalón el celular para poder revisarlo. Tenía tantos mensajes sin leer que ni me había percatado. Habitualmente siempre cargaba mi celular en silencio. Ya me había acostumbrado a ello. Aunque a veces mi padre me gritaba, al decirme que era estúpido cargarlo así.

—Un momento —la voz del chico procede a ubicarme, observando cómo toma el teléfono para hacer una llamada —Puedes pasar, pero antes dame tus datos —dio una señar con su mano.

Direccionando de nuevo la mirada a él, busque de inmediato mi identificación en la billetera, para poder cedérsela.

—¡Muchas gracias! —reviso mis datos y los registró —Ahora, ya puedes pasar.

—¡Gracias! —dije muy atento a él regalándole una sonrisa, ya que se ofreció a pasar mi maleta.

En ese momento apareció por una esquina el hijo de mi tío, quien tenía unos diez años de edad. La verdad, es que, no me acordaba mucho de cuantos años es que tenía, ya que no llegaba de visitas muy seguido.




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