Eran tres lombrices de cuerpos alargados y frescos. Tres incansables trabajadoras bajo tierra húmeda y oscura. Se hacían llamar Tocha, Mocha y Cocha. Aireaban la tierra como pocas además de producir abono excelente para los cultivos.
Por el día afanaban incansables mientras que al caer la noche contaban cuentos de lejanos mundos ubicados en la superficie. Tocha era la mayor y más aguerrida; Mocha la joven e insensata y Cocha la de en medio, juiciosa al tiempo que aventurera en su justa medida…
Aquellos cuentos a la caída del sol ya no les henchían el espíritu. Sus ansias de experimentar cosas nuevas les exigían tomar al asalto lo desconocido. Cavar un túnel tan largo como un día sin pan para acceder al universo exterior ¡qué conmoción! Nunca tal cosa habían hecho sin embargo ¿por qué no? Allá arriba las cosas tenían que ser muy diferentes. Para empezar más luminosidad, sonidos a raudales, aire limpio, colores interminables…resumiendo más de todo. Nada, la decisión estaba tomada ¡A la superficie!
Con sus diminutas mochilas a la espalda emprendieron camino. Días enteros de duro ascenso hasta que al fin y por un pequeño agujero abierto en la tierra vieron, por primera vez y sin ser fábulas inventadas, una porción del nuevo mundo desplegado ante ellas. Tocha, Mocha y Cocha no daban crédito a lo que sus ojos de lombrices observaban. En primer término hierbas altas de un verde intenso, agitándose como si quisieran saludarlas; enormes árboles, enfilados al pie del camino, mecían sus ramas en coro de gemidos quejumbrosos. En segundo término la bóveda celeste, ésta estirada hasta el infinito y más allá, satinada por el blanquecino avance de nubes algodonadas. Aquel maravilloso espectáculo se culminaba con una gigantesca y brillante bola de luz anaranjada: ¡el sol!
-¿Dónde estamos? –preguntó absorta la joven Mocha, atribulada por su condición minúscula dentro de planos mayúsculos.
-¡En el paraíso de las lombrices! –contestó Cocha, convencida de la autenticidad de sus palabras.
-¡Silencio las dos! –espetó Tocha, que al ser la mayor podía llegar a comprender o al menos a sopesar la verdadera disyuntiva del melón abierto. -Ni es el paraíso ni tampoco lugar seguro para alguien de nuestra condición. ¡Fijaos!…
Ambas observaron en la dirección señalada por su amiga. ¡Un pajarraco en descenso vertiginoso sobre ellas! Sus alas se agitaban como un ventilador; su pico largo y curvo se abría y cerraba relamiéndose mientras sus terribles garras se preparaban para asestar el golpe fatal. Pero sea como fuere erró el golpe y sólo consiguió darse buen trompazo contra el suelo, enviando por los aires a nuestras tres amigas lombrices. El ave, herida en su orgullo, retomó aturdida el ascenso a los cielos para no volver.
Cuando el peligro pasó se buscaron rápidamente, regocijándose por la suerte corrida. Ni un solo rasguño, no así el agujero por el cual habían accedido a la superficie. Probablemente el torpe pájaro había hecho ceder la tierra tras el batacazo, colapsando la diminuta galería. ¿Estaban atrapadas en tierra hostil? ¡No! Tocha, atesorando experiencia pronto dio con una solución. Si anteriormente fueron capaces de abrir un túnel hacia arriba deberían hacerlo lo mismo pero cavando hacia abajo.
Aquel paraje de luz y vida multicolor no carecía de peligros, peligros muy reales. ¿Qué sería entonces lo más sensato? ¿Regresar a las sombras rodeadas de tierra húmeda y vegetación a compostar? Estaban tan ensimismadas en la duda que no lo vieron venir. Una rápida crecida inundó la parcela, llevándose a las tres compañeras de aventuras. Regresar a la zona cero de excavación resultaba imposible. Tras recuperar presencia de ánimo observaron a un ser de lo menos metro y ochenta centímetros ataviado con ropas de labor y sombrero de paja. Éste se alejaba con un caldero de cinc en la mano; ¡Claro! Al regar había provocado la crecida…
Dada su inexperiencia en estos quehaceres Mocha hablaba ladrando. Y no sólo eso sino que protestaba como una cotorra, mostrándose cada vez más enojada. De su boca de lombriz salían toda clase de improperios. Sin embargo desde la serenidad del que no ha visto muchos amaneceres pero tampoco pocos Cocha alentaba por cerrar paso a la desesperanza, dejando de buscar culpables para buscar soluciones. ¡Qué mala pata ser tan pequeña! El mundo para aquel trío defenestrado habíase convertido en plaza desmedidamente riesgosa.
No obstante sus males parecían no tener fin, aliándose con la fatalidad en abrazos lánguidos. Tocha, Mocha y Cocha en plena discusión de pareceres fueron hechas prisioneras por una mano gigantesca que las condujo al interior de un bote de cristal con tapa de aluminio. Nuestras tres amigas compartían espacio con innumerables compañeras, tan asustadas como ellas. Podríamos decir que, a tenor de lo visto, no eran las únicas aventureras en superficie. El gigante entró en un cobertizo lleno de gallinas que al igual que él entraban y salían a capricho. En una raída estantería de madera depositó el bote. Encendió un pitillo con uno de esos encendedores antiguos de chispa y tras la primera calada se fue. Las gallináceas picoteaban y raspaban el suelo en busca de comida y pronto echaron el ojo al contenido del bote de cristal…
Dentro del susodicho no tendrían oportunidad de sobrevivir y Tocha parecía saberlo. Arengadas por ésta, primero vino la idea y luego el hecho. Todas comenzaron a empujar en la misma dirección. Empujaron y empujaron, intentando llevarlo al mismo borde de la balda con el objetivo de hacerlo caer al suelo. Si los cálculos no fallaban el golpe lo rompería, quedando libres. Mas aún en el caso de que todo saliese a pedir de boca existía una laguna en el precipitado plan de fuga… ¡las gallinas! ¡Qué horror! Muchas lombrices caerían bajo sus picos pero algunas se salvarían. Además en el caso de no hacer nada el destino las llevaría a convertirse en cebo de pesca…