Tres meses para dejarte ir

Capítulo 5: Entre Sombras y Secretos

La primera noche en la mansión fue extrañamente silenciosa. El peso de las expectativas, el papel de esposa que no me pertenecía y la extraña incertidumbre sobre lo que debía esperar del futuro me mantenían despierta mucho después de que la última luz se apagara. Las sombras bailaban en las paredes, y la brisa fría que se colaba por las ventanas parecía susurrarme recuerdos de mi vida anterior, una vida que ya no era mía.

A la mañana siguiente, el sol se filtró a través de las cortinas de seda, bañando la habitación con una luz suave y tibia. Me sentía fuera de lugar, pero más allá de eso, también me sentía atrapada. Era difícil describir el nudo en mi estómago, como si las paredes de la casa y las expectativas que las acompañaban me rodearan por completo. A pesar de todo, sabía que tenía que mantener la compostura.

Bajé a la planta baja, buscando algo que me distrajera, algo que me ayudara a aclarar la mente, pero al entrar en la cocina, ahí estaba Matías. De pie, con una taza de café en las manos, mirando por la ventana, sumido en un silencio que se sentía muy lejano. No me atreví a interrumpirlo, pero sabía que no podía quedarme callada todo el tiempo.

—Buenos días —dije, casi en un susurro, con la esperanza de que mi voz no se sintiera tan extraña en el espacio entre nosotros.

Matías giró ligeramente la cabeza hacia mí, como si no me hubiera escuchado de inmediato. Finalmente, me dirigió una mirada y respondió en tono bajo.

—Buenos días.

Volvió a su postura, observando el exterior, como si estuviera esperando algo que yo no podía entender. No sabía qué esperar de él, no después de la conversación tensa que habíamos tenido la noche anterior. Era como si intentara mantener una distancia emocional que me resultaba desconcertante. Pero no me quedé ahí.

—No me quiero quedar encerrada todo el día. ¿Qué se supone que debo hacer aquí todo el tiempo? —pregunté, un poco más decidida de lo que me sentía. No quería pasar mis días atrapada en esa mansión, observando el silencio y sin propósito alguno.

Matías se quedó en silencio por un momento, como si procesara lo que acababa de decir. Luego, sin voltearse hacia mí, respondió con voz monótona:

—Eso es lo que has hecho toda tu vida.

Las palabras me cayeron pesadas. La idea de que alguien pudiera vivir de esa manera, tan alejado de cualquier tipo de propósito o desafío, me hacía sentir que no encajaba en ese lugar. Pero más que eso, me pregunté qué tipo de persona sería mi hermana gemela para haber elegido este destino. ¿Realmente ella se había conformado con esta vida vacía y sin alma? ¿Cómo era posible que lo hubiera hecho?

—Bueno, ahora quiero algo diferente —respondí sin pensarlo. Era la verdad. No podía pasar mis días encerrada entre esas paredes sin hacer nada. No podía resignarme a vivir de esa manera, sin más propósito que ser una esposa en una casa ajena. No era lo que quería. Y no podía entender por qué ella, mi hermana, había aceptado este acuerdo sin cuestionarlo.

Matías me miró de reojo, como si le molestara mi comentario, pero no dijo nada. Se quedó en su lugar, en silencio, mientras yo sentía cómo la presión aumentaba en mi pecho.

—Las esposas de esta familia nunca han trabajado —dijo de manera fría y calculada, como si me estuviera recordando una verdad inmutable.

Esas palabras me dejaron helada. ¿Cómo era posible que aceptara ese tipo de tradiciones? ¿Qué tipo de vida era esa? Yo no podía quedarme quieta, no podía ser parte de un sistema que ya estaba diseñado para sofocar cualquier tipo de ambición o deseo personal.

—¿Y qué esperas que haga? —le pregunté, dejando que la frustración se asomara en mi voz. —¿Solo me quedaré aquí y esperaré a que pasen tres meses? No puedo hacer eso, me volvería loca.

Matías me miró por un momento, como si evaluara mi determinación. Luego, por fin, después de un largo silencio, pareció pensar en algo.

—Podrías ser voluntaria en una de las fundaciones de la familia. Ayudamos a niños huérfanos, enfermos, entre otros. Es algo que se espera de las esposas de esta familia.

La respuesta me sorprendió. No esperaba que me diera algo tan concreto, pero al mismo tiempo, no estaba segura de cómo sentirme al respecto. Ser voluntaria no era lo mismo que tener un trabajo, no era lo que yo había imaginado, pero al menos era algo. Era una forma de escapar de las paredes que me oprimían.

—Está bien —dije, aceptando, pero no sin cierto escepticismo. —Supongo que no es lo peor que podría hacer.

Matías asintió y, con algo de cansancio en su voz, me dijo:

—Si quieres, puedo llevarte ahora mismo.

Lo dije sin pensarlo, pero el hecho de que me ofreciera llevarme a la fundación en ese mismo momento me pareció una salida. Me levanté, algo sorprendida por su respuesta, y seguí sus pasos mientras dejaba atrás la mansión y su ambiente opresivo.

El edificio de la fundación no se comparaba en nada a la mansión. Era mucho más modesto, pero lleno de vida y color. Al entrar, el bullicio de niños y adultos trabajando llenaba el aire. Mientras recorríamos las salas, Matías me iba explicando cómo funcionaba todo. A pesar de lo tenso que se sentía el ambiente entre nosotros, había algo diferente en este lugar, algo que hacía que me sintiera más viva, más conectada con el mundo fuera de la burbuja de riqueza y obligación en la que me encontraba.

De repente, un niño pequeño corrió hacia nosotros, casi como si me estuviera esperando. Se lanzó a los brazos de Matías y lo abrazó con fuerza, lo que hizo que un ligero desconcierto se instalara en mi mente. Me miró, con ojos grandes y brillantes, y le preguntó con una sonrisa curiosa:

—¿Quién es ella?

Matías lo abrazó de vuelta, acariciando su cabeza con cariño. Miró hacia mí y, de manera completamente natural, dijo:

—Es mi esposa. Ella estará aquí con nosotros de ahora en adelante. Te mostrará todo lo que debes saber.

Mis ojos se abrieron un poco al escuchar sus palabras, como si estuviera tratando de procesar que, a pesar de lo extraño que todo era, había algo genuino en la manera en que Matías interactuaba con los niños. No era solo parte de un deber, sino que había un cariño verdadero en su gesto. El niño sonrió, aún sin entender del todo la situación, y me tomó de la mano, arrastrándome hacia los demás niños.




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