Tres perfectos arrogantes

Capítulo 4.

El resto de la semana estuvo tranquilo, lo único relevante fue que Aquiles empezó a llamarme “Pulguita”, alegando que era chiquita, rápida y fastidiosa. Mi reacción fue obvia, me enojé y cada que lo veía le decía: AquilesbailoAquilescorroAquitequedas, etcétera. Al principio se molestaba pero se terminó acostumbrando, al igual que yo... Mientras no me dijera Maricucha, todo bien.

—Pulguita. —Acarició mi cabeza con brusquedad—. ¿Cómo andas?

—Oh, muy bien, Aquilesbailo, ¿y tú? —Me hice a un lado para que me dejara en paz—. ¿Vas a bailarnos, o qué?

—Estoy excelente y, por el momento no, pero si quieres te hago un privado. —Me mostró una enorme sonrisa.

—A ver. —Le devolví el gesto.

—No jodas, era broma —masculló. Al parecer los chicos Gold aún no se acostumbraban a mi extraño sentido del humor.

—Pues qué mal porque esperaré con ansias ese privado. —Levanté la voz para que los demás nos escucharan. Algunos chicos voltearon hacia nosotros con curiosidad—. La verdad no tenía idea que en tu tiempo libre te dedicaras a eso pero quién soy yo para juzgar. —Me encogí de hombros—. Al menos estás bueno...

Antes de que siguiera hablando, Aquiles tapó mi boca con su mano y la otra la posó en mi espalda para que no pudiera hacerme hacia atrás. Nuestros compañeros nos seguían observando con curiosidad, así que carraspeó con incomodidad.

—No le crean, está loquita, se cayó de chiquita.

Me empecé a remover con fuerza para que me soltara pero tenía razón en decir que era una pulga débil, no podía contra él, así que tuve que darle un pisotón para que me dejara en paz.

—¡Ay, güey! —Se quejó, empezando a brincar con su pie sano.

—Hey, ¿cómo sabes que me caí de chiquita? —Lo señalé. Mi madre me contó que una vez, cuando era bebé, me dejó a cargo de mi padre y me caí de la cuna por su descuido; no sé bien qué pasó pero me contaron que terminamos yendo al hospital, no por mi caída sino por la madriza que mamá le metió a papá—. Eso solo lo saben mis padres y mi hermana Karen, ¿acaso me espías?

—¿Eh? —Ladeó la cabeza—. ¿En serio te caíste de chiquita?

—Sí, ¿cómo sabías eso? —Lo señalé. Los demás compañeros nos dejaron de prestar atención. Por mi parte, entrecerré los ojos.

—No, yo qué iba a saber, solo lo dije por decir.

—Más te vale. —Apunté a mis ojos con mi dedo índice y medio y luego lo señalé a él, queriéndole decir: “te vigilo”.

Aquiles alzó una ceja y se dio la media vuelta, alejándose. Desde ese día, al igual que su primo Adonis, dejó de acercarse a mí. Lástima que mi tranquilidad duró muy poco y admito que todo fue mi culpa.

 

***

 

El viernes en la tarde, después de clases, tuve mi primera reunión con los mateatletas. A diferencia de mi anterior escuela, los cerebritos no eran unos rechazados sino todo lo contrario y, según lo que escuché, todo eso fue gracias a la llegada de Aristóteles Gold al Instituto. En el fondo le agradecí, era genial no ser tachada como una “nerd”.

Toda la hora estuvimos repasando el temario y resolviendo dudas. Yo estaba preparada para decir “el límite no existe” pero no se dio el caso. «Ni modo, guardaré la frase para otra ocasión», chasqueé la lengua.

Lo único malo fue que Aristóteles, al ser el capitán del equipo, quería mandar a todos. En la segunda reunión, noté que algunos no estaban de acuerdo con su forma de dirigir al equipo, ya que era más como un jefe codicioso que un líder, pero nadie se atrevía a refutarle; por suerte para ellos, yo estaba ahí y no era de las que se quedaban calladas.

Estábamos distribuidos alrededor del salón y juntamos las mesas

—Aristóteles. —Levanté la mano para atraer su atención.

—¿Qué pasa, María Susana? —Preguntó sin dejar de ver el libro de matemáticas que estaba frente a él.

—¿Cómo fue que lograste ser el líder de los mateatletas? —Entrelacé mis manos y recargué mi barbilla en ellas. Los demás compañeros nos miraron con atención.

—Nuestros compañeros votaron por mí, gracias a mi excelente desempeño hemos ganado los últimos campeonatos —explicó sin dejar de ver el libro. «¡Qué creído!».

—¿Y cuándo son las elecciones?

Los demás compartieron miradas entre ellos mientras Aristóteles se tensaba. Levantó la mirada con lentitud hasta que me enfocó por completo.

—¿Elecciones?

—Sí, digo, cada año deben votar para elegir al capitán, ¿no es así? —Coloqué la mano sobre mis labios, fingiendo ingenuidad.

—Eso no es necesario. —Me mostró una pequeña sonrisa, en apariencia cordial, aunque por dentro estaba fúrico, lo noté—. Todo este tiempo he sido el capitán y no ha habido ningún problema, al contrario.

—Lo sé, lo sé. —Puse una expresión llena de aburrimiento—. Pero como que ya deben estar cansados de ti, ¿no? Además sería más justo votar por quién será nuestro capitán.

—Eso crees tú porque eres nueva, y te entiendo, pero aquí todo se ha manejado así desde hace dos años y nuestros compañeros están conformes.




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