Tres perfectos arrogantes

Capítulo 12.

El resto de la semana estuvo tranquilo, después de nuestras actividades escolares Aristóteles me invitaba a pasar el rato, íbamos por ahí a comer, al cine o alguna cafetería cercana. Y como hacía poco intercambiamos números, en la noche nos la pasábamos mensajeándonos o mandándonos videos tontos.

El siguiente fin de semana me invitó a cenar, indicando que pasaría unas horas antes por mí para hacer algo, no me quiso decir qué, insistió que sería sorpresa. Terminé aceptando, si le decía a mamá que saldría con él me daba permiso y obligaba a Lira o a Karen lavar los platos de la comida, alegando que había mejorado mis gustos —porque mis pretendientes anteriores eran feos y sin dinero, palabras de ella, no mías— y que no se interpondría entre nosotros. Además no mentiré, me agradaba mucho la compañía de Aristóteles.

A la hora acordada, me mandó un mensaje para que saliera, presentí que prefería eso a entrar a la casa y que mamá lo avergonzara, no lo culpaba por ello. Cuando estuve dentro del auto, Aristóteles me saludó con un beso en la comisura de los labios.

—Saluda bien.

Hizo caso a mi petición, tomó mi rostro con sus dos manos, colocó sus labios sobre mi boca y la abrió ligeramente con su lengua para enredarla con la mía. Cada vez era mejor besador, por los comentarios de sus primos sabía que él nunca había tenido novia pero me gustaba que practicara conmigo al punto de volverse casi un experto.

Después de un momento, se separó de mí, me dedicó una bonita sonrisa y se puso en marcha.

Me sorprendí un poco cuando se detuvo frente a una boutique, famosa por sus precios muy elevados pero con prendas preciosas que valían la pena.

—¿Qué hacemos aquí?

—Vamos a comprarte un vestido antes de ir al restaurante que reservé —me explicó.

—Jalo. —Necesitaba ropita nueva, algunos de mis suéteres o blusas ya tenían agujeros por lo desgastadas que estaban.

Unas empleadas se acercaron a nosotros y saludaron a Aristóteles con familiaridad.

—Señor Gold —dijo una de las encargadas—, tanto tiempo. Es bueno verlo por aquí.

—Lo mismo digo.

—¿En qué podemos ayudarlo? —Preguntó con amabilidad.

—¿Me pueden traer algo adecuado para ella? —Me señaló.

—Claro, señor Gold. —Le mostró una sonrisa—. ¿Y cómo está Ana...?

—¡Está muerta! —La interrumpió con rapidez.

Miré a ambos con confusión, ¿quién estaba muerta?

—¿Qué? —Pregunté pero ambos me ignoraron.

—¡Lo siento mucho! —Exclamó la señorita con un gesto apenado—. No tenía idea.

—No lo lamentes, a mí ni me importaba.

—Ah. —Como no supo qué decir, me miró con atención para adivinar mi talla—. Ahora vuelvo. —Se alejó con paso rápido.

—¿Quién era Ana? —Pregunté con curiosidad una vez que estuvimos a solas.

—Era mi perra pero ya se murió.

—¿Y cómo es que ella sabía de tu perra? —Entrecerré los ojos con sospecha—. ¿Y por qué tu perra se llamaba Ana?

—Pues no sé, Aquiles le puso el nombre, y siempre le hablaba de ella pero no la quiero recordar.

—¿Por qué dijiste que no te importaba? Y si era así, ¿por qué hablabas de ella?

—Ay, Sue, pues es que... ¡Mira esto! —Sacó un bello suéter color verde agua, que captó toda mi atención—. ¿Te gusta? —Preguntó con una sonrisita ladina al ver mi emoción.

—¡Es bellísimo!

—Pues pruébate todo, nos llevaremos lo que gustes.

—¿En serio?

—Sí, compraré todo lo de la boutique si tú quieres.

—¡No es para tanto! Digo, no tendría donde meter todo. —Sobé mi cuello.

—Pues elige.

—No se diga más.

Haciendo caso a su petición, me probé muchas blusas, suéteres, faldas, jeans y vestidos. Escogí todas las prendas que me quedaron a la primera, pues gracias a mi falta de atributos no todo me hacía ver bien. Estuve a punto de ir al probador para ponerme mi ropa inicial pero Aristóteles me recordó que debía escoger un vestido para la cena de esa noche.

Me decidí por uno color azul rey con corte de princesa, esos eran los que me quedaban mejor por mi delgadez. La prenda me llegaba hasta las rodillas y era de escote cuadrado, con brillitos que daban la impresión de ser estrellas en una noche cálida.

Antes de salir de la boutique vi mi reflejo en un espejo cercano y noté que mi maquillaje y mi peinado no eran tan elegantes como mi vestimenta. Hice una mueca, pensando que debí esforzarme más en arreglar mi apariencia. Aristóteles notó mi malestar, así que se colocó detrás de mí, puso las manos en mi cintura y me acercó a su cuerpo.

—¿Qué sucede?

—No estoy tan arreglada como debería —mencioné con tono triste.

Él me vio con un gesto comprensivo y, segundos después, miró su reloj.

—Yo pienso que luces preciosa como sea pero si quieres podemos ir a un salón que está cerca de aquí, todavía hay tiempo.




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