Tres perfectos arrogantes

Epílogo.

—¿Por qué no puedo cambiarte a mis hijas por el tuyo? —Lloriqueé.

—¡Dame a mi hijo!

—¡Déjamelo!

—Que me lo des.

—¡Noooo!

Hacía un año Karen y Adonis tuvieron a Ariel, su primer hijo —para ellos era el cuarto pero nadie más tomaba en cuenta a los gatos—. El niño era una combinación de sus padres, rubio y de ojos verdes, pero lo que más me encantaba de él era su tranquilidad, casi no hacía ruido, a diferencia de mis pequeños monstruitos, que ya contaban con cinco años.

En ese momento las tres gritaban y saltaban de un lado a otro. Atenea y Artemisa se estaban peleando por un pan dulce que su tía les dio y Afrodita lloriqueaba por ese motivo. Karen insistió que tenía otros tipos de panes en la cocina pero ellas seguían agarrándose de las greñas por un panqué.

—¡Quédate con mi muñeco pero dame ese pinche pan! —Exclamó Artemisa, haciendo un puño con su mano, sometiendo aún más a su hermana.

—¡Jamás, perra!

—¡Dejen de pelear! —Chilló Afrodita.

—¡Niñas, por favor! ¿Qué les dije? Nada de malas palabras. —Se entrometió su padre pero las tres lo ignoraron y siguieron a los gritos.

—¿Ves? —Señalé a mis engendros—. ¡Por favor, déjame quedármelo! —Abracé a Ariel con más fuerza, tratando de no ser brusca para no lastimarlo.

—¡Que me des a mi hijo! —Adonis extendió los brazos para que le tendiera al bebé pero me negué. El rubio frente a mí frunció el entrecejo con molestia y no tuve opción, le di al niño.

Adonis siempre fue muy relajado pero desde que nació su hijo, se volvió sobreprotector con él, a duras penas dejaba que Karen y Alina lo tocaran. Incluso mi hermana llegó a quejarse de que él no quería que cargara al bebé pero al final siempre cedía, después de todo ella lo llevó nueve meses en su vientre… Ah, y lo parió, justo era que le permitiera llevarlo en brazos. La que no tenía permiso era Jessica, incluso una vez la escuché reclamándole:

—Yo abogué por ti, ingrato, hasta te tomé fotos con el pinche gato… Que en paz descanse mi Pelusita, pero volviendo al tema, ahora no me dejas cargar a mi nieto.

—Lo vas a tirar.

—¡No es cierto! Mis hijas nunca se me cayeron. Maricucha sí se le cayó al papá, por eso quedó media pendeja, pero a mí jamás.

—¡Mamá! —Me quejé pero ambos me ignoraron.

—No confío en ti.

—No seas así, déjame cargar a mi nieto. —A pesar de que insistió y lo llamó pendejo, el rubio no cedió.

Fue una suerte que me permitiera cargarlo, lo agarré con la guardia baja. No obstante, mi gusto no duró mucho.

Aristóteles y Karen, cansados por tratar de contener a las trillizas en un vano intento, se sentaron junto a nosotros. Yo seguía frustrada por tener a Ariel lejos de mí, así que hice un mohín.

—Me hubiera quedado con Adonis. —Me crucé de brazos—. Así hubiera sido la madre de Ariel. —Aristóteles me miró con un gesto incrédulo—. No me mires así —me quejé—, es que mira al bebé que le dio a Karen. —Señalé al pequeño, sentado con un gesto tranquilo mientras abrazaba un osito de peluche—. Y mira las que me diste tú. —Apunté a las trillizas, que seguían gritoneándose y jalándose los cabellos.

—Ay, Maricucha, ya es muy tarde para cambiarnos el marido, ¿no crees? —Karen me miró con un gesto apenado—. Me hubieras dicho antes.

—No, pues ya qué, me jodí, ni modo. —Aristóteles entrecerró los ojos en mi dirección—. ¿Qué?

—Te pasas —reclamó.

—Es que ve a ese bebé y míralas a ellas. —Aristóteles volteó de su sobrino a nuestras hijas.

—No, pues sí tienes razón.

Adonis nos ignoró, estaba muy ocupado poniéndole un programa infantil en la Tablet a Ariel, que soltó una pequeña risita que me dio mucha ternura.

—Awww, qué bello. ¿Te lo puedo cambiar?

—¡Que no! —Se quejó Adonis.

En ese momento sonó el timbre y Karen corrió a la puerta para abrir, dándoles paso a Aquiles y a Lira, que al vernos nos saludaron con un gesto cariñoso.

—¡Hola, hermanas! ¡Ay, ahí está mi sobrino favorito! —Lira se acercó a Ariel pero Adonis colocó la palma de su mano frente a ella—. ¿Eso qué?

—Tú no tienes permitido tocar a mi hijo.

—¿Por qué? —Lira puso sus brazos en jarras y alzó una ceja.

—Porque eres la arranca-dedos-tres-mil y aparte eres medio bruja.

—¡Nada que ver! ¡Ya no me digas así! ¡Aquiles, defiéndeme! —Volteó hacia su novio, que se encogió de hombros.

—¿Qué le digo? Si tiene razón —musitó el pelirrojo.

—¡Ay, Aquiles! —Se quejó—. Bueno, al parecer alguien quiere estar en celibato un par de semanas —musitó. El pelirrojo abrió los ojos con desmesura.

—Adonis, deja en paz a mi novia. —Lo señaló—. Tal vez sí es medio bruja pero jamás le haría nada a nuestro sobrino.

—Ah. Igual no lo puede tocar.




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