Tres Rostros. Un Destino

Prólogo

El eco del primer presagio

Ravencourt Manor se alzaba como una espina clavada en la garganta de la tierra, solitaria y vigilante sobre las colinas marchitas de Elarion. Su silueta, recortada contra un cielo plomizo, parecía una ruina congelada en el tiempo, y sus torres góticas, rematadas por gárgolas erosionadas, susurraban al viento historias que nadie deseaba recordar.

Era una casa nacida de piedra negra y juramentos rotos.
Un lugar donde el sol no se atrevía a posar. Donde las flores crecen pálidas… y mueren en silencio.

Elisa Ravencourt, la primera del trío, se encontraba esa tarde junto al ventanal de la biblioteca este, sus manos pálidas apoyadas sobre el alféizar cubierto de polvo. Sus ojos dorados, idénticos a los de sus hermanas, estaban fijos en la niebla que trepaba los árboles del bosque como dedos huesudos.

A simple vista, parecía una estatua de cristal y hueso, pero en su interior hervía una lucha que nadie más podía sentir. Elisa soñaba. Soñaba con salir, con amar, con olvidar el peso del linaje que la ataba a sus hermanas como una cuerda invisible tan delgada como el aliento y tan fuerte como el hierro. A diferencia de Selene, la segunda.

Selene se movía entre los corredores como un perfume peligroso, con la gracia de una serpiente que conoce el poder de su veneno. Esa tarde se vestía para la cena, frente al espejo antiguo de la Sala Carmesí, donde se reflejaban tres velas encendidas pero solo una parpadeaba.

Sus dedos, enguantados en encaje negro, peinaban su largo cabello platino con lentitud calculada. En sus labios, siempre perfectos, descansaba una sonrisa que nunca llegaba a los ojos. Selene no soñaba. Selene calculaba.

Esperaba. Sabía que el amor destruiría la Tríada, y por eso, sería ella quien elegiría cuándo romper el equilibrio y con quién.

Vianne, la tercera, estaba en la torre más alta. Dormía, o tal vez fingía dormir. Su cuerpo yacía sobre una cama de terciopelo púrpura, pero sus labios musitaban en latín palabras que no recordaría al despertar.

Sus ojos se abrían a medianoche sin que ella los mandara. Su corazón latía con ecos ajenos. Vianne era la más frágil, y por eso, la más peligrosa. Su alma vivía en los márgenes del tiempo, atrapada entre visiones de un final que se repetía como un cuadro inacabado. Lloraba cuando nadie la oía, y sus lágrimas eran negras.

A muchas millas de distancia, bajo la lluvia oblicua de Londres, Lord Nathaniel Ashmere dejaba caer su sello de cera sobre un sobre cerrado. En su interior, una carta escrita a mano, sin firma, pero con una sola frase:

Él fue visto por última vez en Ravencourt Manor.

Nathaniel miró el fuego consumirse en la chimenea de su estudio sin pestañear. Su hermano mayor había desaparecido hacía seis meses. Un caballero honorable, un soldado hábil, un heredero impecable… y, según rumores, un hombre seducido por una bruja de ojos dorados.

Los Ashmere y los Ravencourt habían sido enemigos durante generaciones. Pero la desaparición de su sangre no era política. Era personal. Nathaniel apretó los dientes. Esa noche, partió hacia el norte.

El camino a Ravencourt Manor era estrecho y cruel. Atravesaba pantanos donde el agua burbujeaba como si respirara, bosques donde los árboles se inclinaban sin viento, y valles donde el silencio era tan espeso que parecía tener voz.

Los aldeanos de los pueblos cercanos evitaban mirar en dirección al castillo. Decían que las aves no volaban sobre sus torres, que el reloj solar del jardín marchaba hacia atrás, y que a veces, se oían risas… pero de nadie visible.

La mansión se alzaba al final de un sendero de tierra rota, rodeada por un jardín muerto y un bosque que no aparecía en los mapas. La verja principal estaba oxidada, y sus barrotes tenían símbolos grabados que escocían en la piel al tocarlos.

Cuando Nathaniel cruzó el umbral de Ravencourt por primera vez, sintió cómo el frío se filtraba bajo su abrigo, no desde el viento… sino desde dentro. Como si la casa lo hubiera reconocido.

Esa noche, en lo más alto de la torre, Vianne se despertó de golpe.
Elisa se apartó de la ventana.
Selene dejó de sonreír. Y el gran reloj de Ravencourt detenido desde hacía 18 años volvió a moverse.

El destino había entrado por la puerta principal y traía el rostro de un Ashmere.




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