Tres Rostros. Un Destino

La llegada del cuervo negro

El carruaje negro avanzaba a tropezones entre la niebla, las ruedas crujían sobre el fango empapado del bosque como huesos viejos partiéndose uno a uno. La lluvia caía con violencia sobre el techo de latón, acompasada por los relámpagos que desgarraban el cielo con garras de luz. Los caballos resoplaban, nerviosos, como si intuyeran que el destino al que se dirigían no estaba hecho para ellos.

Lord Nathaniel Ashmere, envuelto en su abrigo largo de lana negra, observaba desde el interior del carruaje el sendero que conducía a Ravencourt Manor. No era la primera vez que enfrentaba la tormenta, pero había algo en ese camino que lo incomodaba. El aire tenía el espesor de un secreto maldito, de esos que no se pronuncian en voz alta. La madera del asiento se sentía más fría de lo normal, y el vaho en los vidrios parecía tomar formas humanas por momentos.

Cuando por fin el carruaje se detuvo, Nathaniel alzó la vista. Allí estaba. Ravencourt Manor. Una mole gótica de piedra negra que surgía del suelo como un sarcófago milenario.

Las torres se perdían entre la niebla, las gárgolas de sus extremos parecían observarlo con muecas torcidas de burla y amenaza. Las ventanas, estrechas y alargadas, estaban iluminadas por una luz cálida que, sin embargo, no disipaba la sensación de estar ante un mausoleo.

El portón se abrió con un chirrido que pareció desgarrar el mundo.

El mayordomo era un hombre huesudo, con un rostro inexpresivo, tallado en ceniza. No dijo su nombre. Se limitó a asentir y lo guió al interior. El vestíbulo era inmenso y helado, cubierto por tapices descoloridos y candelabros apagados. La alfombra estaba empapada, como si la humedad hubiera encontrado allí su última morada. A cada paso que daba, Nathaniel sentía que el eco de sus botas era tragado por las sombras.

En la sala principal lo esperaba la familia Ravencourt. Una escena congelada en un cuadro de locura refinada.

El patriarca, Lord Cedric Ravencourt, era un hombre de mirada de piedra, con una barba blanca recortada con precisión y manos que temblaban solo cuando creía que nadie lo miraba.

A su derecha, Lady Imelda Ravencourt, vestida de luto perpetuo, con los labios finos y apretados como si contuviera una plegaria que había decidido no pronunciar.

Junto a ellos, de pie como estatuas veladas, los miembros del consejo interno del clan: tíos, primos, guardianes de secretos que olían a incienso rancio y traición. Nathaniel saludó con una leve inclinación. Ninguno le devolvió el gesto.

—Lord Ashmere —dijo Cedric, con una voz que parecía surgir desde un pozo seco— No esperábamos su visita. Ni tan tarde. Ni con tanta insistencia.

—No vine a pedir permiso, mi Lord —respondíó Nathaniel, firme—Vine a exigir respuestas. Mi hermano desapareció tras su última visita a este lugar.

Un silencio espeso cayó como ceniza sobre la sala. Imelda ladeó la cabeza, y por un instante, sonrió sin mostrar los dientes.

—Muchos hombres se pierden cuando buscan lo que no deben —susurró ella.

Nathaniel sintió el escalofrío recorrerle la espina dorsal. El ambiente estaba impregnado de un perfume denso, entre flores marchitas y velas consumidas. Todo el aire sabía a encierro.

Y entonces, sucedió. Las puertas dobles del fondo se abrieron con un susurro que no produjo el viento, pero hizo que todas las velas parpadearan. Tres figuras idénticas entraron, vestidas con vestidos negros de terciopelo y corsés rojos con hilos dorados. Caminaban al mismo ritmo, como reflejos en un espejo. Eran espectros de belleza etérea.

Cabello platino ceniza. Ojos dorados. Piel de porcelana. Labios como sellos sangrados. Nathaniel se levantó instintivamente. Por un segundo, creyó haber visto una sola mujer reflejada tres veces. Pero no. Eran tres. Y cada una era un mundo diferente. La del centro, que lo miraba con una dulzura inesperada, se adelantó un paso.

—Soy Elisa —dijo con una voz como agua derramándose sobre vidrio— Bienvenido, Lord Ashmere.

La de la izquierda sonrió con lentitud, dejando que la mirada se deslizara por su cuerpo con descaro elegante.

—Selene —musitó, y su voz era como vino tinto cayendo en copa de cristal.

La tercera, la que no había dejado de mirarlo en silencio, habló al fin.

—Vianne —dijo, y su voz era humo. Densa. Dolorosa.

Nathaniel sintió que el corazón le latía en un ritmo equivocado. Como si su cuerpo ya no le perteneciera del todo. Se obligó a hablar.

—Son... idénticas.

Selene río con suavidad. Elisa bajó la mirada. Vianne no se movió.

—Compartimos el rostro —dijo Elisa— pero no el alma.

—Ni el deseo —añadió Selene.

—Ni el destino —susurró Vianne.

El patriarca los observaba con desagrado apenas disimulado.

—Las niñas están cansadas. Fue un error permitirles bajar.

—No lo fue —dijo Vianne, clavando los ojos en Nathaniel— Él ya está dentro. No puede deshacer lo que ha empezado.

Nathaniel quiso preguntar a qué se refería, pero Elisa tomó su brazo con suavidad. Su contacto era cálido. Humano. Extrañamente vivo.

—Debe descansar. El castillo no es amable con los recién llegados.

—Ni con los viejos conocidos —añadió Selene.

—Ni con los que buscan muertos —cerró Vianne.

Elisa le sonrió. Una sonrisa que parecía pedir perdón por algo que aún no había sucedido. Lo guió hacia las escaleras. Atrás, Selene se deslizaba como un depredador domado, y Vianne caminaba como si escuchara una música que los demás no oían.

Desde una gárgola en lo alto, un cuervo negro batió las alas. La tormenta no cesó. Y el reloj de Ravencourt siguió latiendo, como un corazón olvidado bajo piedra y juramentos rotos.




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