La larga mesa de roble en el comedor de Ravencourt Manor se extendía como una nave oscura, cubierta con un mantel negro que absorbía toda la luz. Las sillas, altas y ornamentadas con grabados de rostros inanimados, parecían aguardar, silenciosas y altivas, la llegada de la cena.
El aire estaba espeso, cargado de una tensión palpable que no podía ser ignorada. Nathaniel Ashmere se encontraba allí, rodeado por los miembros de la familia Ravencourt, en una sala cuyo ambiente era tan frío y anticuado como las piedras de las murallas que lo contenían. La enorme chimenea, lejos de dar calor, emitía sombras bailantes que alargaban las figuras como espectros perdidos.
El patriarca, Lord Cedric Ravencourt, estaba sentado en la cabecera de la mesa, su rostro de piedra iluminado solo por la luz temblorosa de las llamas. A su lado, Lady Imelda, con su rostro impasible y su atuendo de luto perpetuo, no hacía sino observar en silencio, como una serpiente que aguardaba su momento para atacar.
Los otros miembros del clan estaban dispersos por la mesa, con la misma expresión distante, como si los siglos de enemistad y desconfianza pesaran sobre sus hombros.
Nathaniel no podía quitarse la sensación de que, por más que se esforzara, nunca estaría completamente fuera de lugar en este comedor. Ravencourt Manor estaba marcado por un mal sutil que no se veía, pero que se sentía en cada rincón, en cada palabra no dicha.
La familia Ravencourt y los Ashmere nunca se habían llevado bien, desde los días oscuros de la Caza de Brujas, cuando las familias rivales se cruzaron en una lucha de poder, magia y traición. Los Ashmere, temidos y respetados por su capacidad para purgar a los que practicaban las artes oscuras, fueron responsables de la caída de muchos miembros del clan Ravencourt, quienes, en su mayoría, eran practicantes de brujería.
Nathaniel había escuchado historias sobre aquellos tiempos oscuros, historias que siempre se contaban en susurros entre las paredes de la mansión familiar. Pero nunca imaginó que al llegar aquí, las cicatrices de ese pasado todavía persistirían. Cada mirada, cada palabra, estaba impregnada con el peso de esos recuerdos, y la rivalidad no era solo un asunto de linajes, sino de supervivencia.
La cena comenzó en un silencio incómodo, interrumpido solo por el sonido de los cubiertos sobre los platos de porcelana desgastada. Los sirvientes, como sombras silentes, servían los manjares con manos temblorosas, como si también ellos estuvieran atrapados en una trama que no podían controlar.
Nathaniel, incapaz de aguantar el silencio, decidió hablar.
-Mi hermano, Edgar... -empezó, mirando a Cedric Ravencourt con una determinación renovada - ¿puedo saber qué sucedió con él durante su última visita a este lugar?
Un escalofrío recorrió la mesa. Cedric levantó lentamente la mirada, sus ojos fijos en Nathaniel, pero no en desafío, sino en una mezcla de algo mucho más sutil: desinterés.
-Edgar fue un hombre de carácter fuerte -dijo Lord Cedric con voz grave- Si lo buscas, lo encontrarás... en los recuerdos, no en este castillo.
Nathaniel frunció el ceño. Sabía que esa respuesta no tenía ningún sentido. No se trataba de recuerdos, sino de hechos, de verdades.
-¿Y qué significa eso? -preguntó, su voz ganando fuerza- Mi hermano no está muerto. No puedo permitir que esta familia siga encubriendo lo que ocurrió aquí.
Imelda levantó una mano con suavidad, como si el movimiento mismo de su brazo fuera una amenaza.
-Mi querido Lord Ashmere, las preguntas que haces son innecesarias. Si tu hermano estuviera aquí, estarías hablando con él, no con nosotros. -Su voz era suave, pero cargada de una amenaza sutil- Quizás fue el destino lo que lo alejó de ti, como muchas otras cosas que te alejan de tu familia.
La respuesta era envenenada. Nathaniel la sintió deslizarse por su piel, como si el veneno estuviera en el aire mismo que respiraba. Miró a su alrededor, buscando alguna reacción, alguna pista.
Selene y Vianne observaban la escena en silencio, como si su presencia fuera la única calma en medio de la tormenta. Pero Nathaniel notó algo extraño, algo que jamás había ocurrido en su vida: las tres hermanas, tan idénticas en apariencia, comenzaban a mostrar diferencias inconfundibles ante él.
Selene, siempre tan segura de sí misma, con esa aura de fascinación peligrosa, parecía casi radiante en su presencia. Vianne, envuelta en la sombra de su propio sufrimiento, lo miraba con ojos profundamente melancólicos.
Y Elisa... Elisa era diferente. Su dulzura, su compasión, la forma en que sus ojos dorados brillaban con una sinceridad palpable, hizo que Nathaniel sintiera algo que no podía explicar: un vínculo inexplicable.
Lo que lo sorprendió aún más fue que, mientras los demás apenas parecían notar las diferencias entre las trillizas, él sí podía verlas. Selene tenía una ligera marca de nacimiento cerca de su clavícula, algo que la diferenciaba de las otras.
Vianne tenía una cicatriz apenas visible sobre su muñeca izquierda, algo que claramente no era reciente. Y Elisa... Elisa tenía una ligera marca de dolor cerca de su mejilla derecha, una que parecía ser una memoria oculta.
Era extraño. Nadie en la mansión había nunca hablado de las diferencias entre ellas, ni los sirvientes, ni los propios Ravencourt. ¿Por qué él, un extraño, podía percibir lo que los demás no veían? Algo no estaba bien. Algo estaba fuera de lugar, y Nathaniel estaba comenzando a entender que no podía fiarse de nada de lo que sucedía en Ravencourt Manor.
Un leve murmullo lo distrajo. Fue Selene quien, sin apartar la vista de él, susurró una palabra que pareció resonar con fuerza dentro de su mente.
-Ignis.
Nathaniel no tuvo tiempo de procesarlo. Un calor repentino invadió su pecho, y antes de que pudiera reaccionar, un hormigueo le recorrió la espalda, como si una energía invisible hubiera comenzado a envolverlo.