Tres Rostros. Un Destino

El espejo de Vianne

La neblina se había levantado levemente, pero las sombras aún tejían un manto impenetrable sobre Ravencourt Manor.

Nathaniel Ashmere se adentró en el pasillo oscuro que conducía a lo más profundo del castillo, guiado solo por la tenue luz de las antorchas que chisporroteaban en las paredes como llamas vacilantes, queriendo morir pero resistiéndose a hacerlo. La humedad parecía engullir la piedra, que crujía bajo sus pasos como si el castillo tuviera vida propia.

Había algo en el aire de Ravencourt que lo desconcertaba profundamente. Algo antiguo, algo maldito. Y a pesar de todo, no podía irse. No podía olvidar. ¿Era el amor por su hermano lo que lo mantenía aquí? ¿O algo más? Algo oscuro, algo prohibido, algo que no sabía cómo nombrar.

Vianne lo esperaba en la sala, al fondo de un pasillo largo y angosto, donde la oscuridad parecía tomar forma. Ella estaba de pie junto a un objeto que Nathaniel nunca había visto antes: un espejo. No un espejo común, sino uno tallado en marfil negro, con bordes de plata oxidada que reflejaban una luz de otra dimensión.

El cristal estaba ligeramente empañado, como si hubiera estado guardado en secreto durante siglos, esperando ser descubierto por alguien suficientemente imprudente como para mirarlo.

Cuando Vianne lo vio acercarse, sus ojos dorados brillaron con una luz extraña, como si una sombra oscura se deslizara detrás de ellos. Su rostro, siempre marcado por una tristeza insondable, no mostraba ni ira ni miedo, solo una profunda compasión.

Vianne era diferente a sus hermanas, en todos los sentidos, aunque a veces, en ciertos momentos fugaces, él no estaba seguro de qué parte de ella lo cautivaba más: su dolor, su misterio... o la luz perdida que se reflejaba en sus ojos.

-Lord Ashmere... -dijo Vianne, su voz baja como un susurro al viento- Este espejo... te mostrará lo que has venido a buscar. Pero también mostrará lo que no debes ver.

Nathaniel miró la superficie del espejo, que parecía latir suavemente, como si estuviera vivo. Un estremecimiento recorrió su espalda, pero no pudo apartar la mirada. Algo lo llamaba desde dentro.

Vianne lo miró con seriedad, un toque de preocupación en su voz, pero Nathaniel no podía dejar de observar. Había algo en ese espejo, algo que lo estaba atrayendo de forma peligrosa.

-Mira -dijo Vianne, alzando la mano con suavidad y tocando el cristal con la yema de los dedos- Mira lo que te aguarda en el futuro.

El cristal comenzó a brillar con una luz plateada y fría, como si el tiempo mismo se estuviera rompiendo. La imagen se desdibujó y luego, como si emergiera del abismo, apareció una visión.

Nathaniel vio a Elisa. Sus ojos dorados lo miraban con una ternura indescriptible. El aire entre ellos vibraba con una dulzura que parecía imposible en un lugar como este. La escena se desvaneció, y vio una nueva imagen: Selene.

Su mirada, cargada de promesas silenciosas, lo envolvía como una serpiente que lo invitaba a sucumbir. La atracción era tan palpable que Nathaniel sintió su corazón latir con fuerza, como si estuviera siendo arrastrado hacia algo sin retorno.

Pero lo más extraño de todo, lo que hizo que el mundo se desvaneciera a su alrededor, fue que en la imagen siguiente, estaba él mismo besando a una de ellas. ¿Elisa? ¿Selene? No lo sabía.

El beso era intenso, lleno de desesperación y deseo, pero el rostro de la mujer que lo recibía no estaba claro. Se desvanecía con el tiempo, como si ambas hermanas fueran una sola, como si él mismo fuera incapaz de distinguir dónde terminaba una y comenzaba la otra.

El corazón de Nathaniel se agitó. ¿Por qué no podía recordar? ¿Por qué no podía distinguir quién era quién? El futuro que veía era sombrío y confuso, una mezcla de sensaciones contradictorias. Su cuerpo se estremeció de una mezcla de deseo y miedo.

Quería acercarse más, pero algo en su interior lo advertía que no debía. Y, sin embargo, en el fondo de su alma, algo lo impulsaba a seguir adelante, a buscar esa pasión prohibida que ya sentía sin entenderla.

Vianne observó en silencio la lucha interna que se reflejaba en los ojos de Nathaniel. Sabía lo que él sentía, lo sabía de sobra. Todos en Ravencourt Manor estaban atrapados en esa misma tela de araña invisible, tejida por magia antigua, amor no correspondido y deseos insanos. La familia Ravencourt, y él, no estaban destinados a la salvación. A lo sumo, a una condena que se repetiría una y otra vez.

-Te lo imploro, Nathaniel -dijo Vianne, su voz quebrada- Aléjate de ellas. Aléjate de este lugar, de la oscuridad que lo consume. Si te quedas, ya no serás tú. Ya no serás libre. Ya no podrás escapar. Tu hermano, Edgar... no sé si murió o si fue absorbido por lo que nosotros somos. Pero tú, tú aún puedes salvarte. Sal de aquí mientras puedes.

Nathaniel, confundido y agobiado, apartó la mirada del espejo. Su pecho se apretó y la respiración se le hizo difícil. Elisa y Selene... Él las quería, las deseaba, pero al mismo tiempo, algo dentro de él lo empujaba a temerlas. No entendía por qué, pero ese conflicto lo estaba consumiendo.

-¿Qué les hiciste, Vianne? ¿Qué les hizo este castillo? -su voz era casi un susurro, ahogada por la angustia.

Vianne lo miró con tristeza, pero no dijo nada. No podía. Porque las palabras nunca serían suficientes para explicar lo que se había tejido entre las hermanas, entre el amor y el odio, entre la vida y la muerte. Todo estaba condenado.

En ese momento, algo cambió en el aire, como un vórtice invisible que comenzó a envolverlos. El ambiente se volvió más denso, más pesado, como si algo oscuro estuviera despertando, algo que había estado durmiendo durante siglos.

Y entonces, sin previo aviso, Selene apareció en la entrada, su figura iluminada solo por la luz mortecina de las velas. Sonrió, pero no era una sonrisa amable. Sus ojos brillaban con un destello peligroso, y sus labios se curvaron de manera inquietante.




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