La sala secreta, que había permanecido olvidada por generaciones, pareció cerrarse sobre Nathaniel mientras Selene avanzaba hacia él, su figura deslizándose como un espectro de sombras.
Los pasos de ella resonaron en el suelo de piedra, y con cada uno, la atmósfera se volvía más pesada. Los antiguos pergaminos y libros parecían respirar con el eco de su presencia, susurros de tiempos remotos y olvidados.
El brillo tenue de las velas parpadeaba, proyectando sombras distorsionadas que danzaban en las paredes, como si el castillo mismo estuviera observando lo que sucedía.
Nathaniel, aún atónito por lo que había encontrado, sintió una presión en su pecho, como si algo le empujara hacia la oscuridad de lo desconocido. El Corazón Obsidiana.
Esa palabra seguía sonando en su mente, retumbando como una campana distante, resonando con una amenaza que no podía identificar completamente. El artefacto que parecía estar relacionado con todo lo que estaba viviendo. Con Edgar. Con las hermanas Ravencourt. Con él mismo.
—¿Sabes lo que has encontrado, Nathaniel? —preguntó Selene, su voz suave, casi seductora. Se acercó a él con pasos medidos, sus ojos dorados brillando con una intensidad que lo desconcertaba.
Como si estuviera evaluando cada uno de sus movimientos, cada respiración que tomaba. Pero más allá de esa belleza peligrosa, había algo más, algo que parecía flotar entre ellos, invisible pero palpable.
Nathaniel no podía evitar sentirse arrastrado por la presencia de Selene. Había algo en ella que lo envolvía, como una red de hilos invisibles que lo mantenía cautivo. Pero su mente aún estaba en guerra con sus sentimientos, luchando por comprender lo que estaba sucediendo.
—Lo que he encontrado… —murmuró Nathaniel, mirando el pergamino en sus manos—, es solo un fragmento de lo que este lugar oculta. Un fragmento que parece conectar todo lo que ha ocurrido con Edgar.
Selene dejó escapar una risa suave, como si la pregunta de Nathaniel fuera infantil, casi risible.
—Edgar Ashmere —dijo, como si el nombre tuviera un sabor amargo en sus labios— Edgar fue un sacrificio, Nathaniel. No un héroe, ni un prisionero. Un sacrificio. Y tú... tú sigues buscando respuestas que te destrozarán. Es demasiado tarde para que busques la verdad. Ya has cruzado la línea.
Nathaniel sintió un estremecimiento recorrer su cuerpo. Las palabras de Selene lo golpearon como una ola helada, pero no podía apartarse de su mirada. Sacrificio. Esa palabra resonó en sus entrañas, y una sensación de terror indescriptible se apoderó de él.
¿Qué había hecho el clan Ravencourt con su hermano? ¿Por qué no había más respuestas? ¿Por qué su vida, la de Edgar, parecía tan insignificante ante los ojos de ellos?
—¿Por qué? —preguntó Nathaniel, su voz quebrada por la frustración.
El calor de la rabia comenzaba a elevarse en su pecho, pero las palabras de Selene lo mantenían cautivo, como una melodía oscura que lo llamaba a acercarse más.
Selene se detuvo justo frente a él, tan cerca que podía sentir su respiración en su piel. Un escalofrío recorrió su espalda, y por un momento, pensó que iba a caer bajo su hechizo. Pero algo dentro de él, algo profundo, lo mantuvo firme.
—Porque en Ravencourt Manor, todo tiene un precio —dijo Selene, su voz suave como la seda, pero cargada de una amenaza tan antigua como el castillo mismo— Todo. Incluso tú. Y más ahora que te has acercado a nosotras.
El miedo creció en el fondo de Nathaniel, pero algo más crecía con él. Algo que no comprendía, algo que desbordaba las fronteras de su conciencia, un impulso que lo empujaba hacia Elisa, hacia Selene, hacia el corazón oscuro de Ravencourt.
De repente, el suelo bajo sus pies se sintió inestable, como si algo estuviera cediendo. El castillo parecía resonar, como si los muros mismos temblaran con la presencia de Selene.
Y mientras se perdía en la oscuridad de su mirada, algo en su interior le gritaba que debía alejarse, huir, escapar antes de que fuera demasiado tarde. Pero, ¿de qué huir? ¿De las hermanas? ¿O de algo mucho más oscuro que lo esperaba, que se cernía sobre él desde el mismo momento en que cruzó el umbral de Ravencourt?
Antes de que pudiera procesarlo, Elisa irrumpió en la sala. Su rostro, normalmente tranquilo, ahora estaba marcado por una tensión que Nathaniel nunca antes había visto en ella. Elisa, que siempre había sido la más compasiva, la más dulce, ahora lo miraba con una intensidad y una furia que casi lo asustaban.
—¡Aléjate de él, Selene! —gritó, empujando a su hermana con una fuerza inesperada.
Nathaniel, aún confundido, apenas pudo comprender lo que sucedía. Las palabras de Elisa resonaban como una orden sagrada.
—No lo toques. ¿Acaso ya olvidaste a Edgar Ashmere? No fuiste tan astuta ni valiente para protegerlo. ¿Acaso piensas destruir a su hermano menor también? —Elisa se adelantó, con los ojos brillando con una rabia que la hacía parecer una sombra de sí misma.
Selene la miró con desdén, como si fuera una niña imprudente, pero Elisa no retrocedió ni un paso.
—Solo sé que de haber estado en tu lugar jamás habría permitido que el clan tocara un solo cabello de Edgar. Pero ambas sabemos que eres una cobarde y sumisa. Preferiste agachar la cabeza mientras el clan castigaba a Edgar... ¿y todo por qué? Por haber cometido el gran error de amarte.
Selene frunció el ceño, y por un momento, algo en su rostro cambió. La arrogancia que siempre la había caracterizado se desvaneció, dando paso a una rabia silenciada que apenas se podía contener. Pero Elisa no se apartó. Y fue entonces, en ese instante tenso, cuando algo extraño sucedió.
Nathaniel no sabía si estaba soñando o si realmente lo estaba viviendo, pero el aire se volvió espeso y denso, como si las sombras mismas del castillo se hubieran levantado para observar lo que sucedía.
De repente, el sonido de los pasos de Vianne se escuchó al fondo. La tercera hermana, siempre envuelta en un halo de misterio, apareció en la entrada, su rostro marcadamente triste, como si fuera consciente de que algo irreversible estaba ocurriendo.